V I I . DOCUMENTOS
22.
El verdadero desafío a Europa
Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, pp 61-75 (1968).
Luis Olariaga y Pujana
Académico de número
NUESTRO QUERIDO compañero don
José María de Areilza nos hizo una amplia
y brillante exposición del libro de Jean-
Jacques Servan-Schreiber, hoy tan difundido
ya y popularizado, El desafío americano.
Yo voy a hacer sonar también el mismo toque
de rebato, pero con un acento distinto,
con motivo de la publicación de otro libro,
éste de un norteamericano, el profesor John
Kenneth Galbraith, economista de la Universidad
de Harvard. Se llama este libro El
nuevo estado industrial y representa también
un desafío a Europa, pero no a los negocios
de Europa, como el de Servan-Schreiber,
sino a algo más profundo y entrañable: a la
cultura de Europa y a la organización de su
vida social.Tiene además este libro la particularidad
de ser la música de fondo, en lo
teórico, de las ideas de Servan-Schreiber.
Galbraith es hijo de un pastor presbiteriano
canadiense y es una de las personalidades
más acusadas de la ciencia económica
de los Estados Unidos. No es la mayor
ni la más sólida autoridad, pero sí la más
audaz, la más atractiva y la más heterodoxa.
Su dialéctica no deja títere con cabeza;
por eso quizá entusiasma a la juventud universitaria.
Kennedy lo llevó a su Olimpo de
economistas y luego le puso mar y tierra por
medio mandándolo de embajador a la India.
Pero es un profesor de verdad y una inteligencia
aguda y clara. Ha escrito varios
libros, pero uno sobre todo en el que ha
puesto ocho años de su vida. El nuevo estado
industrial se llama y ha aparecido hace unos
meses al mismo tiempo en varios idiomas,
entre ellos el castellano. Las primicias de
su libro las ofreció en Londres, en diciembre
de 1966, en las conferencias Reith que se llaman y las organizan los intelectuales
de la B.B.C., de la radio oficial inglesa. Parece
ser que se escucharon con mucho interés,
pero una porción de órganos de opinión
intelectual o técnica, The Spectator, The
Statist, The Economist, The Banker, The Times,
reaccionaron inquietos frente a una amenaza
muy seria que venía a glorificar frente
a Europa la tendencia mecanizadora de
América. Allí estaba, sin duda, el verdadero
desafío a Europa, cuna de la civilización
grecocristiana que inventó las máquinas y
los mecanismos para que el hombre se sirviera
de ellos, y no para que por ellos se
dejara esclavizar.
He aquí lo que llamó Galbraith la trama
de sus conferencias:
Una economía de mercado es una ordenación
por virtud de la cual el público,mediante
sus compras, manifiesta claramente
lo que quiere o lo que no quiere. Su comportamiento
en el mercado constituye a su
vez una instrucción a los productores en
cuanto a lo que deben producir.
Sin embargo, hay artículos en los que
la iniciativa no procede del consumidor,
sino del productor. No fue el consumidor
quien fijó el precio en el mercado. El precio
fue fijado por el productor. El consumidor
no tenía la menor idea de que necesitaba
esos artículos antes de que fuesen
descubiertos; ni tampoco se le dejó la libre
elección en cuanto a comprar. Por el contrario,
se dedicó mucha atención a los medios
para asegurarse de que lo haría.
Cuando la iniciativa depende del consumidor,
estamos de acuerdo en que tenemos
una economía de mercado. Cuando
la iniciativa pasa a depender del productor
–y cuando el consumidor se ajusta a las necesidades
y a la conveniencia del productor–,
se dice, común y corrientemente, que
tenemos una economía planificada.
«En las presentes conferencias, dice
Galbraith, espero poner de manifiesto tres
cosas:
- Que todas las sociedades industriales
deben planificar; lo que quiere decir que
deben administrar la moderna sociedad industrial.
La moderna economía industrial es,
por naturaleza, una economía planificada.
- Que, en consecuencia, existen fuertes
tendencias convergentes entre las sociedades
industriales. Y eso a despecho de
su distinta catalogación como capitalistas,
socialistas o comunistas, etiquetas defendidas
con tanto entusiasmo por los guardianes
de nuestra ideología oficial.
- Que, hasta un grado mucho mayor
de lo que nos imaginamos, nuestras creen
cias y nuestras actitudes culturales se acomodan
a las necesidades y objetivos del
mecanismo industrial por el cual somos
servidos.
Una vez formulados esos tres asertos,
continúa Galbraith, me preocuparé por
poner de manifiesto las creencias impuestas
por la prioridad y la necesidad industrial.»
Para Galbraith, lo característico de la
empresa industrial moderna no es su gran
tamaño ni el propósito de ejercer su poder
monopolístico sobre sus mercados, sino el
hecho de estar al servicio de la planificación.
Un requisito primordial de la autoridad
planificadora es el control de sus propias
decisiones.
Así ocurre generalmente en todas las
empresas industriales. La decisión no emana
de individuos, sino de grupos. Es a través
y por mediación de esos grupos como las
personas actúan con éxito en cuestiones y
materias o acerca de las cuales ninguna persona
sola, por eminente o inteligente que
sea, posee más que una parte del conocimiento
necesario. Eso es lo que hace posible
las empresas modernas.
En los últimos treinta años se han ido
acumulando datos que indican el paso del
poder de los propietarios a los gestores del
capital en el seno de la gran compañía
moderna. Como ya se ha observado, el poder
de los accionistas parece cada vez más
escaso. En las juntas de accionistas no está
representada más que una pequeña parte
del capital, y las juntas mismas son ceremonias
en las cuales la vacuidad se alterna
con la irrelevancia. Todo lo demás procede
del voto delegado o apoderado de los
directores seleccionados por los gestores.
Estos últimos, los managers, pese a contar
por lo común con una participación muy
escasa en la propiedad, tienen un sólido
control de la empresa.
En segundo lugar, en la industria moderna,
se registra un gran aumento de la
cantidad de capital. Esto es resultado, en
parte, del aumento del lapso de tiempo, y
de ahí del aumento de la inversión en el
proceso de la fabricación. Es, asimismo, típico
que la aplicación del conocimiento a
un proceso cualquiera implica el desarrollo
de la maquinaria, ya que la máquina es
la manifestación más característica de la
tecnología.
En tercer lugar, con la creación tecnológica,
el tiempo y el capital tienden a vincularse,
siempre más inflexiblemente, en
un trabajo determinado. La pericia, la ciencia
organizada, se usan para mejorar la ejecución
de un trabajo. Cada fase del trabajo debe
ser definida precisamente antes de
dividirla y subdividirla en sus partes componentes.
En cuarto lugar, la tecnología exige una
mano de otra especializada.
En quinto lugar, la especialización requiere
organización. Eso es lo que lleva al
trabajo de los especialistas en organización.
En sexto lugar, del tiempo y del capital
que han de ser comprometidos y de la rigidez
de esos compromisos se sigue que debe
planificarse. Cada fase del trabajo debe
realizarse de tal suerte que no sean las acertadas
para el presente, sino para el momento
futuro, distante, en que han de consumarse
o completarse.
Pero hay algunas cosas que no puede
hacer la empresa moderna. Aunque puede
establecer y mantener los precios mínimos,
no puede fijar los precios y salarios
máximos. No puede, en otras palabras, impedir
que los salarios fuercen hacia arriba
a los precios y que los precios fuercen hacia
arriba a los salarios en la familiar espiral
de la inflación. Y mientras que puede
manejar la demanda de productos individuales,
no puede controlar las demandas
totales, no puede asegurar que el poder
adquisitivo total de la economía será igual,
o aproximadamente igual, a la provisión
de bienes que puedan producirse con la
fuerza de trabajo disponible.
Hay otras tareas de planificación que
la gran empresa no puede tampoco realizar.
No puede ofrecer la mano de obra especializada
que la moderna tecnología, organización
y planificación requieren.
Puede adiestrar, pero no puede educar. Y
no puede absorber los riesgos y costes que
van asociados a formas muy avanzadas del
desarrollo científico y técnico, el desarrollo
de la energía atómica, el transporte aéreo
supersónico, las defensas antiproyectiles,
los sistemas de armamento u otros requisitos
similares de la civilizada vida moderna.
Las deficiencias de la gran empresa como
instrumento de planificación definen
el papel del estado moderno en la política
económica. Dondequiera que la empresa
privada no puede hacer el trabajo, el Estado
interviene y realiza la función requerida.
Donde la empresa privada puede actuar
–como en el establecimiento de los precios
mínimos o la dirección de la demanda
del consumidor–, se exige al Estado que
permanezca fuera. La empresa privada no
puede fijar los precios máximos, de modo
que tenemos al Estado estableciendo lo
que en los Estados Unidos llamamos guías
de precios y salarios, y lo que en Inglaterra se llama una congelación de precios y salarios.
La empresa privada no puede regular
la demanda efectiva total, de modo
que el estado interviene para manipular
los impuestos, el gasto público y la deuda
pública –para aplicar lo que llamamos una
moderna política keynesiana–. La empresa
privada no puede abastecer de mano de
obra especializada, de modo que tenemos
una gran expansión de la educación públicamente
sostenida. Las empresas privadas
no pueden financiar el «Concord», o lo
que nosotros llamamos el S.S.T., y los gobiernos
–británico, francés o americano–
intervienen para hacer ese trabajo. Así se
explica Galbraith.

Lo que no consigue Galbraith es dar
una concepción definida y sistemática de
la sociedad que para él sería perfecta orgánicamente,
a pesar de sus reiterados esfuerzos,
especialmente en su libro El nuevo
estado industrial. La preocupación fundamental
del libro –y todavía más de las
conferencias Reith– es resaltar, y aun sublimar,
la soberanía de la técnica en la vida
económica moderna, hasta el punto de
revolucionar no sólo la organización industrial,
sino también la del Estado, acoplando
las funciones económicas de éste,
autónomamente, a las exigencias de la
tecnología y dejando después que el Estado
se entienda como quiera con los demás
subproductos de la convivencia social –la
libertad, la estética, la salud y la cultura–.
A la moral y la religión ni las nombra siquiera.
Véase lo que dice:
«Para la mayoría de los socialistas el
objeto del socialismo es el control de la
empresa productiva por la sociedad. La
sociedad quiere decir la legislatura, para
los socialdemócratas. Nadie, o muy poca
gente, aspira a un socialismo en el cual el
poder pueda ser ejercido por una autoridad
autónoma. Pero precisamente en una
autoridad así tiene que residir el poder. Y
esto vale, repitámoslo, no sólo para las pequeñas
cuestiones, en las cuales podría en
cualquier caso esperarse una delegación,
sino también para las grandes, para aquellas
en las cuales podría esperarse razonablemente
que el Parlamento tuviera voz y
voto.
El peligro del sistema moderno industrial
estriba en la subordinación de la creencia
a las necesidades del mismo. Si los objetivos
económicos son los únicos fines de
la sociedad, es natural que el sistema industrial
domine al Estado. Si los objetivos
industriales no son los únicos, se perseguirán
otros propósitos.»
Galbraith ve que hay otro mundo, además
del económico, que es el que le preocupa
realmente y a cuyo panegírico dedica
su estudio y sus propagandas, pero
entiende que los fines de ese otro mundo
no pueden ser considerados seriamente en
la sociedad ni en el Estado mientras no se
haya logrado un cierto nivel de bienestar.
«Cuando la gente está hambrienta, dice,
mal vestida, mal albergada o enferma,
nada es tan importante como remediar
esa condición. El remedio básico es un aumento
de las rentas; y el problema básico
es por tanto económico. Ya habrá tiempo
de pensar en el ocio, la contemplación, la
apreciación de la belleza y los demás altos
objetivos cuando todo el mundo pueda
sentarse a una mesa discretamente cubierta.
Incluso la libertad personal se defiende
mejor, y se busca mejor la salvación espiritual
con el estómago lleno. En una sociedad
pobre la economía no lo será todo en
la vida, pero sí que será en la práctica su
mayor parte.»
Cuál sería el nivel de bienestar, no lo
dice, pero desde luego debe ser muy superior
a que la gente no esté hambrienta, mal
vestida, mal albergada o enferma, puesto
que en los Estados Unidos deben tener esos
problemas resueltos con holgura –excepto
quizá el de la enfermedad–, y Galbraith
no ha dedicado ocho años de su vida en
los Estados Unidos a meditar sobre el desarrollo
de la libertad, del arte, de la cultura,
de la religión y de la moral, sino a la organización
de un consorcio administrativo
entre la gran industria y el Estado para
proveer a los seres humanos, quieran o no
quieran, de felicidad material. Y, por lo
pronto, lo que nos predica es que acomodemos
nuestras creencias y nuestras actitudes
culturales a las necesidades y objetivos
del mecanismo industrial por el cual
somos servidos. Y ya hemos visto cuáles
son esas necesidades y esos objetivos.
Las necesidades materiales de la especie
humana son inextinguibles; varían y
crecen constantemente y, a medida que las
van satisfaciendo, no se sienten, por desgracia,
los seres humanos más felices. Hoy
los conflictos sociales son más numerosos
y más perturbadores que hace medio siglo
–y no digamos que hace un siglo, cuando
el proletariado vivía una existencia miserable–.
Parece prudente contar, por tanto,
con que las desazones económicas darán
quehacer suficiente perdurablemente a
los habitantes de nuestro planeta y que el
castigo impuesto a Adán y Eva en el paraíso,
de ganar el pan con el sudor de su rostro,
seguirá teniendo siempre plena vigencia.
La tecnología la tendremos, pues,
rigiendo despóticamente la sociedad –si
no lo evitamos– eternamente. Y lo que hay
que tomar a pecho del profesor Galbraith
es la bienandanza tecnológica que brinda
a la mística materialista de estos tiempos
para que se entregue maniatada a regímenes
de esclavitud, al conjuro de fantasías
que prometen pocas horas de trabajo y muchas
horas de asueto. Eso es lo que entienden
los lectores de su libro y lo que ha entendido
y ha propiciado tan descomunal
éxito al periodista francés de El desafío
americano.
En Londres no convenció con sus conferencias
a todos. Por ejemplo, la prestigiosa
revista The Economist publicó, en 24-
30 de diciembre de 1966, en lo que llamó
una "Nota de desacuerdo", lo que vamos a
transcribir a continuación:
"Las conferencias Reith del profesor
Kenneth Galbraith en la BBC estuvieron
llenas de su habitual peculiar buen sentido
y brillaron con su inevitable ingenio.
Pero esto no quiere decir que estemos de
acuerdo con él. Su tema central –de que
en las sociedades adelantadas el consumidor
y la economía de mercado han sido
destronados, y de que las grandes corporaciones
productoras tecnocráticas son las
que dicen lo que las gentes deben adquirir
y necesitar– encaja bastante mal junto
a la experiencia de los últimos veinte
años, en los que realmente se ha registrado
en el consumo general la entrada de
una serie de productos para el consumidor
enteramente nuevos, mucho mayor
que en ninguna de las otras dos décadas
anteriores. El aparato de televisión, la máquina
de lavar, otros bienes duraderos de
consumo doméstico no son necesidades creadas por la publicidad.

Una crítica similar aguarda la segunda
tesis de las conferencias: la tesis de que no
hay mucha diferencia entre la dirección
de los negocios por grandes sociedades y
su dirección por el Estado. Esto es lo que
muchos de nosotros pensábamos en Gran
Bretaña hace veinte años, cuando estaba
de moda decir que las violentas discusiones
entre los partidos acerca de la conveniencia
o disparate de la nacionalización eran
discusiones sobre su inaplicabilidad práctica.
Desde entonces la experiencia nos ha
hecho inclinarnos mucho más hacia el lado
pro-capitalista. El bien duradero más
moderno del consumo de la masa administrado
por el Estado, el teléfono, seguramente
se ha desarrollado mucho menos
imaginativamente como artículo de consumo
de la masa que lo bienes duraderos que
se han extendido por los hogares británicos
de la clase trabajadora con la revolución
de las ventas a plazos de la batalladora
empresa privada. Incluso los inventores de
la empresa privada probablemente han aliviado
más las faenas de muchos hogares
de la clase trabajadora que el más sensato
director general de Correos".
En otra entrevista de indiscutible solvencia
doctrinal en The Banker, en el número
de febrero de 1967, Mr. Grahan Hutton
hizo una crítica muy dura de las conferencias
de Galbraith, en la que destacan estos
párrafos:
"¿A dónde conduce el argumento de
Galbraith, de la inevitabilidad técnica de
la ‘gran dimensión’, es decir, del sector político
en la economía? Las leyes anti-trust
de los Estados Unidos –Galbraith sugirió
que se reducían a ‘una charada’– no hubieran
permitido a Ford, a la General Motors
y a Chrysler unirse en un monopolio nacional
norteamericano de empresa privada
para la fabricación de automóviles; pero
seguramente hubiera parecido muy
bien si hubieran pasado a ser un servicio
público. Pero intente usted decir a la G.M.
y a Ford que no haya ninguna competencia
entre ellos: que ellos controlan la demanda
de sus clientes. Intente usted decírselo,
realmente, a las Juntas Directivas
del Carbón, de la Electricidad y del Gas
estatales británicas.Galbraith parece, intelectualmente,
un principiante confuso.
Los impuestos, las contribuciones locales
y las tasas para ‘el sector público’
que paga el pueblo británico constituyen
ya más del 45% de la renta nacional británica,
frente a sólo un 24% en la renta nacional
en EE.UU. Los ingleses podrían decir
a Galbraith una o dos cosas acerca de
la supuesta superioridad de la producción
y distribución del ‘servicio público’ comparada
con la de las empresas privadas.
Sus preferencias se han dirigido, de forma
arrolladora, en favor de las últimas. Está
todo, todavía, fundamentalmente en contra
de la nacionalización de la industria
del hierro y del acero –y de cualquier otra–
del Reino Unido. Si Galbraith y sus seguidores
británicos sostienen que la planificación
o el control por el Estado de todas las
cosas es inevitable (tecnológicamente, o
como dogma), que publiquen lo que esto
significa para los ciudadanos. Que digan
públicamente: ‘nosotros sabemos lo que es
mejor para la mayoría’. Que se pongan en
pie para poder contarlos, como las élites del
poder, que es lo que realmente desearían
ser. Y entonces, también, se hará patente
la identidad esencial de ellos, como minorías
autoritarias, y esos otros que controlan
los sistemas económicos al otro lado
del ‘Telón de Acero’. Los puritanos y los
monárquicos absolutos, la extrema izquierda
y la extrema derecha, lo mismo
que todas las oligarquías, se aproximan".
Pero se ha hecho otra crítica en
Inglaterra, no a las obras de Galbraith concretamente,
sino a esa sustitución que se
busca del Ser Supremo por la tecnología;
una crítica que refleja, en la forma empírica
que caracteriza al pensamiento inglés,
cómo deben incrustarse entre los demás
factores que constituyen la atmósfera cultural
de la conciencia humana los dictados
de la técnica. Se trata de un artículo publicado
en The Economist el 6 de enero último.
Vale la pena de que ustedes lo conozcan.
"En una sociedad madura económicamente,
el progreso es rápido y se adopta
fácilmente. Pero la madurez también se
pone de manifiesto cuando la misma sociedad
está ya aburrida de un aspecto determinado
del progreso y puede que se
detenga mucho antes de haberse alcanzado
los límites tecnológicos. En un punto,
las gentes, primero por decenas, luego por
docenas de miles y finalmente por millones,
deciden que no quieren seguir tomando
parte en esta o en aquella determinada
revolución tecnológica. Y si los
técnicos persisten en proyectar más y más
y con mayor rapidez, la opinión pública
interviene para ponerles freno. El hombre
se muestra decidido a seguir siendo el
amo de sus máquinas.
Cuando los norteamericanos hablan
de coste-eficacia, en realidad están buscando
una especie de fórmula que indique
dónde va a aparecer este punto límite.
Pero, examinando ejemplos patentes
del mecanismo en funcionamiento, la fórmula
coste-eficacia no puede explicarlos
por sí sola. Esta fórmula no podía nunca
predecir que la humanidad decidiera colectivamente
que una velocidad de 70 a
80 millas por hora era adecuada para el
coche del pasajero medio. No hay dificultad
en construir coches familiares que corran
sin riesgo a una velocidad dos veces
mayor, y el límite técnico real parece estar
alrededor de las 600 millas por hora. Ni
tampoco los coches rápidos son caros necesariamente;
los precios podrían haber
sido verdaderamente bajos si hubiera habido
para ellos algo que se aproximara a
un mercado de masas. Nunca lo ha habido.
Por consiguiente, el coche de 100 millas
por hora continúa siendo la excepción
y gradualmente va siendo un proscrito.
Los trenes pueden construirse para
que corran mucho más que en la actualidad.
Lo mismo ocurre con los barcos.
Ninguna forma de transporte de superficie
se encuentra en ninguna parte cerca de
los límites técnicos de su desarrollo. Pero
ya pueden los ingenieros declarar lo que
quieran, el punto límite llega cuando la
humanidad ya no quiere más. La fórmula
coste-eficacia realmente no tiene en cuenta
el rechazo por la masa de ciertos niveles
tecnológicos.
Los países muy ricos pueden permitirse
renunciar a la eficacia técnica a cambio
de comodidades, aprobar el costoso control
de la contaminación del aire y gastar
millones enterrando cables de alto voltaje
con el fin de conservar un paisaje. Pero, y
lo que es igualmente importante, la conciencia
popular de los países altamente industrializados
exige a veces que se rechace
lo que ofrece la técnica, porque existe,
si se busca, una solución mejor y menos
censurable. Se tardaron quince años en inventar
una fórmula para detergentes que
no contaminara de espuma sucia los jardines
de las casas; la fórmula es ahora de uso
universal y la espuma ha pasado a la historia.
El rechazo de productos químicos
agrícolas nocivos especialmente persistentes
ha tenido ya dos resultados perceptibles:
que los nuevos productos químicos
que se lanzan al mercado sean menos censurables
y que muchos de ellos se descompongan
rápidamente en sustancias inofensivas,
y hay un resurgimiento del
interés por los métodos no químicos para
exterminar las plagas, bien creando colonias
especiales de insectos que se alimentan
de ellas (los cultivos de invernadero ya
lo practican) o más extravagantemente
apareándolos con machos estériles.
¿Hasta dónde nos llevará este proceso?
Las fórmulas de productos alimenticios
químicos han logrado proporcionar todo
lo necesario para la salud en unas pocas
cucharadas con buen sabor. Pero, por muy
grande que sea su progreso, la mayoría de
la población urbana sigue todavía aferrada
a la comida a la antigua usanza, cara y lenta
de preparar, que requiere la existencia
de agricultores para su cultivo, de vehículos
para transportarla, de cocineros para
guisarla, de camareros para servirla y de
alguien más para que lave los platos. La
cantidad de fibras naturales utilizada en la
ropa continúa siendo dos veces mayor que
la de fibras sintéticas. El sentido común
está haciendo su aparición en el debate
acerca de hasta qué punto los ordenadores
y la automación pueden convertir esto en
un mundo sin manos, y algunos jóvenes
biólogos, y sin embargo completamente
inflexibles, se niegan a realizar investigaciones
sobre cerebros vivos conservados
fuera del cuerpo en tubos de ensayo porque
no están dispuestos a correr el riesgo
de tolerar la indecible agonía que un cerebro
vivo podría ser capaz de sentir. El
punto límite es claro y preciso.
Este rechazo deliberado de lo último
que la técnica puede ofrecer no está limitado
a la defensa de los valores sociales
frente a los adelantos técnicos, tales como
el desagradable ruido de los aviones, que
exige el cierre de los aeropuertos durante
la noche. En la industria propiamente dicha
se dan circunstancias actualmente en
las que algunas compañías rechazan las
economías de escala ofrecidas por las
grandes fábricas de nueva creación, y optan
por dos fábricas más pequeñas, de la
mitad de tamaño, donde los costes serán
mayores, pero los riesgos serán menores.
En una técnica tan nueva como la energía
nuclear, todos los proyectos presentados,
tan ampliamente discutidos hace diez
años, han sido rechazados con una sola excepción.
Por todo el mundo hay ingenieros
construyendo básicamente el mismo
tipo de central de energía atómica con la
que se empezó hace veinte años. En el
mismo mundo de las armas atómicas del
doctor Strangelove (y del doctor Herman
Kahn) se ha llegado a un punto muerto en
el que la cantidad de nueva investigación
es mínima, y el desarrollo de los misiles y
de los antimisiles es una guerra librada en
su mayor parte con tigres de papel, y el uso
militar de cualquier clase de armas nucleares
es considerado por la mayoría de los
planificadores de la defensa como casi inconcebible.
¿Otro signo de madurez?

Ciertamente, la naturaleza está cambiando
rápidamente. Ya no se aprecian tanto
los altos rendimientos como se hacía durante toda la década de los años cincuenta.
Los norteamericanos han logrado, una maravillosa
pieza de ingeniería, un avión de
combate de 2.000 millas por hora, construido
en titanio macizo, y han hecho volar
aviones a velocidades hasta de 4.000 millas
por hora. Estos aviones no van a fabricarse.
El elemento más importante de las
fuerzas aéreas norteamericanas en la próxima
década de los años setenta va a ser
un avión, el F-111, que no alcanza en absoluto
esas velocidades. El F-111 sólo alcanza
dos veces la velocidad del sonido,
cuando técnicamente sería posible alcanzar
una velocidad de tres a cinco veces
mayor. Tiene también otros defectos,
comparado con la clase de avión que podía
haberse construido para realizar cualquiera
de las misiones que se le han asignado.
Está completamente dentro de lo
posible que los aviones supersónicos de
las líneas aéreas civiles lleguen a ser también
rechazados, debido a su estruendoso
ruido, si los gobiernos sucumben a las corrientes
de opinión pública.
Esto es importante. Hasta ahora, la
mayoría de las decisiones sobre si las fronteras
de cualquier técnica determinada ya
están bastante adelantadas han sido tomadas
realmente por la opinión pública. Las
gentes no compran coches super-rápidos;
hacen campaña contra los productos químicos
para la agricultura; no parece que
quieran alimentarse con píldoras; protestan
contra el ruido de los aviones; están
todavía haciendo campañas contra el aeropuerto
de Stansted. No se puede molestar,
mortificar o tener despierto por la noche
a todo el mundo constantemente. El
mercado comercial reacciona a estas presiones
como sólo los mercados libres pueden
reaccionar. Pero, al participar los gobiernos
cada vez más en la dirección de la
investigación y la financiación real del
desarrollo industrial, no puede esperarse
que las rápidas reacciones de un director gerente
ante su gráfico de ventas se produzcan
precisamente dentro de los Ministerios.
Las máquinas del gobierno se hacen
funcionar para conocer las cotas que va alcanzando
la ciencia; es poca o ninguna la
maquinaria que tienen para identificar el
punto límite. No obstante, a menos que haya
una explicación totalmente diferente para
los ejemplos que hemos citado, en todas
las líneas del progreso existe un punto límite.
De no reconocerse así, existe el peligro
de que siempre que los gobiernos tomen
parte activa en un adelanto técnico
se vean presionados hacia el logro de mayores
cotas de rendimiento a todo trance
mucho después de que se haya alcanzado
el punto límite social o técnico. Lo que no
deja de ser un buen tema de meditación al
comienzo del año 1968".
Esos son los reparos que se han opuesto
a Galbraith en Inglaterra, que es donde
fue a hacer propaganda de sus doctrinas.
En el Continente desvió la atención hacia
el aspecto de la competencia industrial
que representaba el estruendo tecnológico
norteamericano, Servan-Schreiber con
su libro y sus propagandas, y no puso al
descubierto la cuestión esencial que yo
creo vale meditar y que hoy entrego a la
atención de los señores académicos.
Galbraith parte del principio materialista
de que primero hay que colmar la satisfacción
de todas las apetencias económicas
–o sea, someter la sociedad a los
vínculos y disciplinas que exija la tecnología–
y después, con la libertad que queda,
atender al aspecto estético..., etc., de la vida.
Él es de sobra astuto para que no se le
pueda decir que la Humanidad puede escoger
una sociedad que dé primacía a los
factores no económicos; incluso dice que
esa sería su preferencia, pero lo que ha estudiado y elogia y propaga es la sociedad
tecnológica, representándosela con la
fuerza avasalladora con que se la representó
Carlos Marx. Porque eso mismo es
lo que Marx concibió hace un siglo como
aglutinante básico de la organización social.
El profeta del socialismo internacional,
aprovechando la teoría de la concentración
del capital de Carlos Fourier, nos
describió, con su ley general de acumulación
del capital, una inevitable evolución
histórica en la que la técnica iba perfeccionando
la vida económica y forzándola
a ser dominada por una gran industria manejada
por detentadores de los medios de
producción; sólo que Marx era un europeo
y buscó una solución jurídica que administrara
equitativamente las ventajas
aportadas por la técnica, confiando éstas a
una sociedad también materialista, pero
que sometía a servidumbre a la tecnología
con esa legislatura condicionante que menosprecia
Galbraith. En rigor de verdad,
tampoco tenía nada de feliz la solución
marxista, porque entregaba al pensamiento
económico las riendas de la sociedad,
pero no alzaba como suprema divinidad
de la vida humana a la tecnología.
Marx erró, sin embargo, fundamentalmente
al universalizar la fuerza expansiva
de la gran industria y ver en ella una forma
de producción que habría de inundar
inexorablemente toda el área de trabajo
de la tierra. Se dieron cuenta pronto de
ellos sus propios seguidores intelectuales
y nació el revisionismo marxista (Bernstein,
David, Tugan-Baranowski), advirtiendo
que solamente un sector de la producción
industrial era dócilmente vulnerable a la
gran explotación y que incluso dicho sector
no eliminaba las pequeñas explotaciones,
porque, si ciertamente borraba del
mapa a muchas, hacía nacer otras complementarias
y dejaba desde luego intactas
todas las cimentadas en las costumbres o
en el gusto. Opinaba lo mismo el revisionismo
de la evolución comercial, que dejaba
fuera del alcance de la gran explotación
infinidad de pequeñas empresas que
satisfacían el gusto o establecían relaciones
personales de crédito con su clientela.
Y, desde luego, donde creía que la invasión
de la técnica y el capital tenía más limitaciones
era en la agricultura, en la que los
principales factores productivos son el clima
y los recursos naturales, y en la que las
pequeñas explotaciones intensivas utilizan
trabajo suplementario de mujeres, ancianos
y niños, extraordinariamente económico.
Similares escollos para su expansión
parece que ha de encontrar la irrupción
tecnológica que predica Galbraith, dentro
de la propia esfera de la producción, en
muchos países que no son los Estados Unidos
de América. Norteamérica no es Europa.
Su población, formada principalmente
de razas de color y emigrados europeos de
cultura y maltratados por las necesidades
materiales, que hallaron en las tierras nuevas
de América facilidades para el delirio
de grandezas en pesos o dólares y crearon
una filosofía pragmática y hasta una religión
de la opulencia, del lujo y del derroche,
se presta más dócilmente a la producción
uniforme y a la sumisión del
consumo a la publicidad. En la Europa
culta, llena de tradiciones y de caprichos,
es más complicado arrebatar el mando a los
consumidores. Por otra parte, en Estados
Unidos, con sus grandes recursos naturales,
tiene más atractivo el programa de enriquecerse
a toda costa, aceptando disciplinas
y trabajos y toda clase de renunciamientos
individuales.
Si la perspectiva marxista de la concentración
y de la producción –también
contemplada desde el mirador de la gran
industria inglesa de mediado el pasado siglo–
fracasó de plano y el socialismo no ha
venido –donde haya venido– por sus pasos,
sino por acciones políticas más o menos
violentas, la que ahora nos transmite
Galbraith no es probable que encuentre
más vía libre, sobre todo en Europa.
Pero puede hacer mucho daño y traer
más confusión a esta turbia ideología novelera
y tecnicista que está invadiendo
Europa y que hace tabla rasa de todas las
creencias y de todos los principios de conducta
que eran el fondo moral de su cultura,
con el terrible señuelo decadente y
vicioso de que la tecnología es el camino
para llegar a vivir bien sin trabajar. Es aquí
donde yo veo el verdadero desafío a
Europa: "yo he traído una auténtica civilización,
dice la América tecnológica; una
civilización positiva y no soñadora, que
extrae la última partícula de utilidad de
las posibilidades naturales y sociales y se
pone mirando al suelo en vez de mirar al
cielo o a las musarañas de tu vida interna;
una civilización moderna, que borra del
mapa ese fárrago de prejuicios y de vaguedades
anticuadas que veneráis en
Europa". Y si Europa contesta dignamente,
aprenderá, ¿cómo no?, la lección tecnológica
que le enseña Norteamérica, pero
asimilándola a su propia ideología y
convirtiéndola en instrumento de desenvolvimiento de ciertas importantes producciones;
mas no se dejará avasallar por
su filosofía, ni buscará en ella sus fórmulas
de organización política y social, ni tolerará
que ofusque y emborrache a la
masa ingenua y necesitada de estos pueblos
modestos con el disfrute prematuro
de riquezas antes de producirlas con sus
propios medios, creando una atmósfera de
disolución de todos los credos e ilusiones
que no traigan bienestar material y espectáculos
de folletín, de fuerza o de
destreza.
Ni los consumidores de Europa deben
sacrificar sus costumbres ni sus caprichos
multiformes, ni los artesanos, comerciantes
y labradores deben dejarse aturdir por
modernismos que no les vayan a sus explotaciones,
ni los artistas o científicos deben
sentir la impresión de que ya no sirve
ser sincero, expresar la personalidad y seguir
con alma los íntimos afanes de correr
tras la belleza por la belleza y tras la verdad
por la verdad porque el mundo se haya
materializado y haya evaporado de sus
valores el espíritu.
Debe Europa evitar, sobre todo, que se
pierda el respeto y hasta la conciencia del
hombre individualmente considerado con
los dos fundamentos insobornables de su
existencia: la moral y la libertad; de la primera
de las cuales nace la convivencia social,
voluntaria, solidaria y pacífica, y de la
segunda de las cuales nace su personalidad.
¿Luchará Europa por que esos dos
principios sigan siendo la base de su organización
colectiva, tanto profesional como
política? El interés material no es matriz
sino de convivencias parciales en los negocios,
en los cuales germinan luchas
constantes entre empleados, entre empresarios,
entre unos y otros y entre las empresas;
igual en la economía capitalista que
en la socialista. La codicia no es ni puede
ser fuente más que de eternas querellas, le
preste los instrumentos que le preste la
tecnología; y considerada como catalizador
político, esta última no puede traer
más que el caos a la sociedad. Con todo su
saber práctico, con todo su arsenal de instrumentos
y de hombres de ciencia, con
todos sus métodos de trabajo en equipo y
todas sus planificaciones y precisiones y
programas, los Estados Unidos no han podido
organizar un poder político que funcione
con acierto y eficacia, ni interior ni
exteriormente; y en cuanto a solidaridad
humana que haga posible por lo menos la
coexistencia entre los diversos componentes
de su demografía y dé estabilidad y
fuerza al conjunto nacional, ahí está el
problema racial, más enconado y más disolvente
que nunca, al cabo de un siglo de
tenerlo planteado abiertamente.
Europa tiene que responder al reto de
América, y no en forma de simple resistencia,
no dando la sensación de anquilosamiento
y de vejez, de repulsa a toda incitación
a cambiar de postura, sino siguiendo
razonadamente la línea de su trabazón
histórica y mejorando técnicamente su
equipamiento de instrumentos materiales
dentro de los marcos limitativos que los
hombres impongan libremente desde
otros puntos de vista que no sean el económico.
Incluso dentro del económico,
Europa debe velar por la libertad para
producir, por la libertad para comerciar y
por la libertad para consumir.Y no se diga
que la libertad humana no se logra, de hecho,
por fórmulas jurídicas sino por el
bienestar material, pues, si bien es cierto
que el bienestar material libera de estrecheces,
encadena con obligaciones y con
hastíos, y lo único que realmente hace al
hombre dueño de sí mismo es la cultura,
frente a sus enemigos interiores y frente al
uso de las cosas de la vida.
Y para terminar, señores académicos,
les diré que al hablar de Europa no me refiero
a una minoría de intelectuales, que
de seguro no han de faltar para defender
con lealtad sus postulados de cultura, sino
a toda esa masa viviente humana que se
extiende por su mapa y que individualizó
al hombre con el cristianismo, arrancándolo
de la esclavitud y de la servidumbre,
llenando para ello de sangre muchas páginas
de sacrificio en su historia.
He traído este asunto a la Academia no
por el valor científico de las obras de
Galbraith únicamente, sino también y sobre
todo por que hoy caen sobre un campo
social abonado para saltos mortales,
dada la obsesión que existe por romper
con el pasado y volver la espalda a los
principios, a los modos y a los gustos de
una civilización porque se la ha visto vacilante
y llena de conflictos...; en lugar de
inyectarla ilusiones y ansias de fe para que
renovara sus impulsos creadores y continuara
normalmente la marcha del mundo,
sin correr esa increíble aventura de entregar
la sociedad a la improvisación y a la
violencia, armándose de todas las armas
técnicas con la pobre ilusión de sustituir al
trabajo, dar gusto al cuerpo y hacer saltar
en pedazos una civilización sólo porque
está llena de diferencias, de calidades y de
jerarquías.
El verdadero desafio a Europa
por el Académico de número Excmo. Sr. D. Luis Olariaga y Pujana
Isabel Cepeda
Luis Olariaga decía que sólo le jubilaría
Dios. Y así fue. A lo largo de su vida
(1885-1976) nunca cesó en su intensa actividad
docente, de responsabilidad política
y divulgadora, de tal forma que en
1971, en la última obra que publicó –y
cuyo título no puede ser más significativo,
La sociedad a la deriva– aprovechó para criticar
duramente a Galbraith como ya hiciese
tres años atrás ante sus colegas de la
Real Academia de Ciencias Morales y
Políticas.
Se detectan dos claros elementos de
confrontación entre ambos autores. El primero
es el mercado. Es difícil encontrar
algún punto de conciliación entre el liberalismo
económico de Olariaga, cincelado
a manos de la escuela austriaca, con la tecnoestructura
de Galbraith, empeñada en
desprestigiar el capitalismo y en defender
una economía en la que conviven un
Estado fuerte e intervencionista con un
sector privado sometido, dependiente y
atrofiado; donde la planificación y el intervencionismo
se trasmutan en legítimas
fórmulas para salvar paternalmente el mercado.
Galbraith, en la línea keynesiana,
defiende la planificación y el institucionalismo,
choca así frontalmente con el individualismo
y la economía de mercado de
Olariaga. Mientras éste defendía las libertades
y la iniciativa privada en obras como
La política monetaria en España y ¿Liberalismo
o socialismo es el dilema?, Galbraith intentaba
demostrar cómo el poder monopolístico
de las grandes corporaciones conseguía
dominar tanto a los consumidores, que se
organizaban en monopolios de compra
(Countervailing Power), como a los proveedores.
El segundo punto de fricción es el materialismo.
El matiz socializador que Robinson
infiltró en el keynesianismo fue
muy bien acogido por Galbraith, para
quien la búsqueda del bienestar material
es un objetivo superior. Ortega ya advertía
que "la masa actúa sin ley, por medio
de materiales presiones, imponiendo sus
aspiraciones y sus gustos"(Ortega, 1930),
lo que su discípulo Olariaga denominaba
la "pasión tumultuosa por el asalto a los
bienes atesorados por la civilización moderna"
(Olariaga, 1971) mientras lamentaba
desolado cómo el mundo se hacía
atropelladamente socialista, en una dinámica
que llevaba al proletariado a preocuparse
sólo de buscar más dinero y distracciones
vulgares en lugar de cultura y elevación
moral. ¿A dónde lleva el materialismo? Su
respuesta es clara: a la desintegración de la
sociedad.