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V I I .   DOCUMENTOS

22.
El verdadero desafío a Europa

Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, pp 61-75 (1968).

Luis Olariaga y Pujana
Académico de número

Luis Olariaga y Pujana

NUESTRO QUERIDO compañero don José María de Areilza nos hizo una amplia y brillante exposición del libro de Jean- Jacques Servan-Schreiber, hoy tan difundido ya y popularizado, El desafío americano. Yo voy a hacer sonar también el mismo toque de rebato, pero con un acento distinto, con motivo de la publicación de otro libro, éste de un norteamericano, el profesor John Kenneth Galbraith, economista de la Universidad de Harvard. Se llama este libro El nuevo estado industrial y representa también un desafío a Europa, pero no a los negocios de Europa, como el de Servan-Schreiber, sino a algo más profundo y entrañable: a la cultura de Europa y a la organización de su vida social.Tiene además este libro la particularidad de ser la música de fondo, en lo teórico, de las ideas de Servan-Schreiber.

Galbraith es hijo de un pastor presbiteriano canadiense y es una de las personalidades más acusadas de la ciencia económica de los Estados Unidos. No es la mayor ni la más sólida autoridad, pero sí la más audaz, la más atractiva y la más heterodoxa. Su dialéctica no deja títere con cabeza; por eso quizá entusiasma a la juventud universitaria. Kennedy lo llevó a su Olimpo de economistas y luego le puso mar y tierra por medio mandándolo de embajador a la India.

Pero es un profesor de verdad y una inteligencia aguda y clara. Ha escrito varios libros, pero uno sobre todo en el que ha puesto ocho años de su vida. El nuevo estado industrial se llama y ha aparecido hace unos meses al mismo tiempo en varios idiomas, entre ellos el castellano. Las primicias de su libro las ofreció en Londres, en diciembre de 1966, en las conferencias Reith que se llaman y las organizan los intelectuales de la B.B.C., de la radio oficial inglesa. Parece ser que se escucharon con mucho interés, pero una porción de órganos de opinión intelectual o técnica, The Spectator, The Statist, The Economist, The Banker, The Times, reaccionaron inquietos frente a una amenaza muy seria que venía a glorificar frente a Europa la tendencia mecanizadora de América. Allí estaba, sin duda, el verdadero desafío a Europa, cuna de la civilización grecocristiana que inventó las máquinas y los mecanismos para que el hombre se sirviera de ellos, y no para que por ellos se dejara esclavizar.

He aquí lo que llamó Galbraith la trama de sus conferencias:

Una economía de mercado es una ordenación por virtud de la cual el público,mediante sus compras, manifiesta claramente lo que quiere o lo que no quiere. Su comportamiento en el mercado constituye a su vez una instrucción a los productores en cuanto a lo que deben producir.

Sin embargo, hay artículos en los que la iniciativa no procede del consumidor, sino del productor. No fue el consumidor quien fijó el precio en el mercado. El precio fue fijado por el productor. El consumidor no tenía la menor idea de que necesitaba esos artículos antes de que fuesen descubiertos; ni tampoco se le dejó la libre elección en cuanto a comprar. Por el contrario, se dedicó mucha atención a los medios para asegurarse de que lo haría.

Cuando la iniciativa depende del consumidor, estamos de acuerdo en que tenemos una economía de mercado. Cuando la iniciativa pasa a depender del productor –y cuando el consumidor se ajusta a las necesidades y a la conveniencia del productor–, se dice, común y corrientemente, que tenemos una economía planificada.

«En las presentes conferencias, dice Galbraith, espero poner de manifiesto tres cosas:

  1. Que todas las sociedades industriales deben planificar; lo que quiere decir que deben administrar la moderna sociedad industrial. La moderna economía industrial es, por naturaleza, una economía planificada.
  2. Que, en consecuencia, existen fuertes tendencias convergentes entre las sociedades industriales. Y eso a despecho de su distinta catalogación como capitalistas, socialistas o comunistas, etiquetas defendidas con tanto entusiasmo por los guardianes de nuestra ideología oficial.
  3. Que, hasta un grado mucho mayor de lo que nos imaginamos, nuestras creen cias y nuestras actitudes culturales se acomodan a las necesidades y objetivos del mecanismo industrial por el cual somos servidos.

Una vez formulados esos tres asertos, continúa Galbraith, me preocuparé por poner de manifiesto las creencias impuestas por la prioridad y la necesidad industrial.»

Para Galbraith, lo característico de la empresa industrial moderna no es su gran tamaño ni el propósito de ejercer su poder monopolístico sobre sus mercados, sino el hecho de estar al servicio de la planificación. Un requisito primordial de la autoridad planificadora es el control de sus propias decisiones.

Así ocurre generalmente en todas las empresas industriales. La decisión no emana de individuos, sino de grupos. Es a través y por mediación de esos grupos como las personas actúan con éxito en cuestiones y materias o acerca de las cuales ninguna persona sola, por eminente o inteligente que sea, posee más que una parte del conocimiento necesario. Eso es lo que hace posible las empresas modernas.

En los últimos treinta años se han ido acumulando datos que indican el paso del poder de los propietarios a los gestores del capital en el seno de la gran compañía moderna. Como ya se ha observado, el poder de los accionistas parece cada vez más escaso. En las juntas de accionistas no está representada más que una pequeña parte del capital, y las juntas mismas son ceremonias en las cuales la vacuidad se alterna con la irrelevancia. Todo lo demás procede del voto delegado o apoderado de los directores seleccionados por los gestores. Estos últimos, los managers, pese a contar por lo común con una participación muy escasa en la propiedad, tienen un sólido control de la empresa.

En segundo lugar, en la industria moderna, se registra un gran aumento de la cantidad de capital. Esto es resultado, en parte, del aumento del lapso de tiempo, y de ahí del aumento de la inversión en el proceso de la fabricación. Es, asimismo, típico que la aplicación del conocimiento a un proceso cualquiera implica el desarrollo de la maquinaria, ya que la máquina es la manifestación más característica de la tecnología.

En tercer lugar, con la creación tecnológica, el tiempo y el capital tienden a vincularse, siempre más inflexiblemente, en un trabajo determinado. La pericia, la ciencia organizada, se usan para mejorar la ejecución de un trabajo. Cada fase del trabajo debe ser definida precisamente antes de dividirla y subdividirla en sus partes componentes.

En cuarto lugar, la tecnología exige una mano de otra especializada.

En quinto lugar, la especialización requiere organización. Eso es lo que lleva al trabajo de los especialistas en organización.

En sexto lugar, del tiempo y del capital que han de ser comprometidos y de la rigidez de esos compromisos se sigue que debe planificarse. Cada fase del trabajo debe realizarse de tal suerte que no sean las acertadas para el presente, sino para el momento futuro, distante, en que han de consumarse o completarse.

Pero hay algunas cosas que no puede hacer la empresa moderna. Aunque puede establecer y mantener los precios mínimos, no puede fijar los precios y salarios máximos. No puede, en otras palabras, impedir que los salarios fuercen hacia arriba a los precios y que los precios fuercen hacia arriba a los salarios en la familiar espiral de la inflación. Y mientras que puede manejar la demanda de productos individuales, no puede controlar las demandas totales, no puede asegurar que el poder adquisitivo total de la economía será igual, o aproximadamente igual, a la provisión de bienes que puedan producirse con la fuerza de trabajo disponible.

Hay otras tareas de planificación que la gran empresa no puede tampoco realizar. No puede ofrecer la mano de obra especializada que la moderna tecnología, organización y planificación requieren. Puede adiestrar, pero no puede educar. Y no puede absorber los riesgos y costes que van asociados a formas muy avanzadas del desarrollo científico y técnico, el desarrollo de la energía atómica, el transporte aéreo supersónico, las defensas antiproyectiles, los sistemas de armamento u otros requisitos similares de la civilizada vida moderna.

Las deficiencias de la gran empresa como instrumento de planificación definen el papel del estado moderno en la política económica. Dondequiera que la empresa privada no puede hacer el trabajo, el Estado interviene y realiza la función requerida. Donde la empresa privada puede actuar –como en el establecimiento de los precios mínimos o la dirección de la demanda del consumidor–, se exige al Estado que permanezca fuera. La empresa privada no puede fijar los precios máximos, de modo que tenemos al Estado estableciendo lo que en los Estados Unidos llamamos guías de precios y salarios, y lo que en Inglaterra se llama una congelación de precios y salarios. La empresa privada no puede regular la demanda efectiva total, de modo que el estado interviene para manipular los impuestos, el gasto público y la deuda pública –para aplicar lo que llamamos una moderna política keynesiana–. La empresa privada no puede abastecer de mano de obra especializada, de modo que tenemos una gran expansión de la educación públicamente sostenida. Las empresas privadas no pueden financiar el «Concord», o lo que nosotros llamamos el S.S.T., y los gobiernos –británico, francés o americano– intervienen para hacer ese trabajo. Así se explica Galbraith.

John Kenneth Galbraith

Lo que no consigue Galbraith es dar una concepción definida y sistemática de la sociedad que para él sería perfecta orgánicamente, a pesar de sus reiterados esfuerzos, especialmente en su libro El nuevo estado industrial. La preocupación fundamental del libro –y todavía más de las conferencias Reith– es resaltar, y aun sublimar, la soberanía de la técnica en la vida económica moderna, hasta el punto de revolucionar no sólo la organización industrial, sino también la del Estado, acoplando las funciones económicas de éste, autónomamente, a las exigencias de la tecnología y dejando después que el Estado se entienda como quiera con los demás subproductos de la convivencia social –la libertad, la estética, la salud y la cultura–. A la moral y la religión ni las nombra siquiera. Véase lo que dice:

«Para la mayoría de los socialistas el objeto del socialismo es el control de la empresa productiva por la sociedad. La sociedad quiere decir la legislatura, para los socialdemócratas. Nadie, o muy poca gente, aspira a un socialismo en el cual el poder pueda ser ejercido por una autoridad autónoma. Pero precisamente en una autoridad así tiene que residir el poder. Y esto vale, repitámoslo, no sólo para las pequeñas cuestiones, en las cuales podría en cualquier caso esperarse una delegación, sino también para las grandes, para aquellas en las cuales podría esperarse razonablemente que el Parlamento tuviera voz y voto.

El peligro del sistema moderno industrial estriba en la subordinación de la creencia a las necesidades del mismo. Si los objetivos económicos son los únicos fines de la sociedad, es natural que el sistema industrial domine al Estado. Si los objetivos industriales no son los únicos, se perseguirán otros propósitos.»

Galbraith ve que hay otro mundo, además del económico, que es el que le preocupa realmente y a cuyo panegírico dedica su estudio y sus propagandas, pero entiende que los fines de ese otro mundo no pueden ser considerados seriamente en la sociedad ni en el Estado mientras no se haya logrado un cierto nivel de bienestar.

«Cuando la gente está hambrienta, dice, mal vestida, mal albergada o enferma, nada es tan importante como remediar esa condición. El remedio básico es un aumento de las rentas; y el problema básico es por tanto económico. Ya habrá tiempo de pensar en el ocio, la contemplación, la apreciación de la belleza y los demás altos objetivos cuando todo el mundo pueda sentarse a una mesa discretamente cubierta. Incluso la libertad personal se defiende mejor, y se busca mejor la salvación espiritual con el estómago lleno. En una sociedad pobre la economía no lo será todo en la vida, pero sí que será en la práctica su mayor parte.»

Cuál sería el nivel de bienestar, no lo dice, pero desde luego debe ser muy superior a que la gente no esté hambrienta, mal vestida, mal albergada o enferma, puesto que en los Estados Unidos deben tener esos problemas resueltos con holgura –excepto quizá el de la enfermedad–, y Galbraith no ha dedicado ocho años de su vida en los Estados Unidos a meditar sobre el desarrollo de la libertad, del arte, de la cultura, de la religión y de la moral, sino a la organización de un consorcio administrativo entre la gran industria y el Estado para proveer a los seres humanos, quieran o no quieran, de felicidad material. Y, por lo pronto, lo que nos predica es que acomodemos nuestras creencias y nuestras actitudes culturales a las necesidades y objetivos del mecanismo industrial por el cual somos servidos. Y ya hemos visto cuáles son esas necesidades y esos objetivos.

Las necesidades materiales de la especie humana son inextinguibles; varían y crecen constantemente y, a medida que las van satisfaciendo, no se sienten, por desgracia, los seres humanos más felices. Hoy los conflictos sociales son más numerosos y más perturbadores que hace medio siglo –y no digamos que hace un siglo, cuando el proletariado vivía una existencia miserable–. Parece prudente contar, por tanto, con que las desazones económicas darán quehacer suficiente perdurablemente a los habitantes de nuestro planeta y que el castigo impuesto a Adán y Eva en el paraíso, de ganar el pan con el sudor de su rostro, seguirá teniendo siempre plena vigencia. La tecnología la tendremos, pues, rigiendo despóticamente la sociedad –si no lo evitamos– eternamente. Y lo que hay que tomar a pecho del profesor Galbraith es la bienandanza tecnológica que brinda a la mística materialista de estos tiempos para que se entregue maniatada a regímenes de esclavitud, al conjuro de fantasías que prometen pocas horas de trabajo y muchas horas de asueto. Eso es lo que entienden los lectores de su libro y lo que ha entendido y ha propiciado tan descomunal éxito al periodista francés de El desafío americano.

En Londres no convenció con sus conferencias a todos. Por ejemplo, la prestigiosa revista The Economist publicó, en 24- 30 de diciembre de 1966, en lo que llamó una "Nota de desacuerdo", lo que vamos a transcribir a continuación:

"Las conferencias Reith del profesor Kenneth Galbraith en la BBC estuvieron llenas de su habitual peculiar buen sentido y brillaron con su inevitable ingenio. Pero esto no quiere decir que estemos de acuerdo con él. Su tema central –de que en las sociedades adelantadas el consumidor y la economía de mercado han sido destronados, y de que las grandes corporaciones productoras tecnocráticas son las que dicen lo que las gentes deben adquirir y necesitar– encaja bastante mal junto a la experiencia de los últimos veinte años, en los que realmente se ha registrado en el consumo general la entrada de una serie de productos para el consumidor enteramente nuevos, mucho mayor que en ninguna de las otras dos décadas anteriores. El aparato de televisión, la máquina de lavar, otros bienes duraderos de consumo doméstico no son necesidades creadas por la publicidad.

Grupo de economistas

Una crítica similar aguarda la segunda tesis de las conferencias: la tesis de que no hay mucha diferencia entre la dirección de los negocios por grandes sociedades y su dirección por el Estado. Esto es lo que muchos de nosotros pensábamos en Gran Bretaña hace veinte años, cuando estaba de moda decir que las violentas discusiones entre los partidos acerca de la conveniencia o disparate de la nacionalización eran discusiones sobre su inaplicabilidad práctica. Desde entonces la experiencia nos ha hecho inclinarnos mucho más hacia el lado pro-capitalista. El bien duradero más moderno del consumo de la masa administrado por el Estado, el teléfono, seguramente se ha desarrollado mucho menos imaginativamente como artículo de consumo de la masa que lo bienes duraderos que se han extendido por los hogares británicos de la clase trabajadora con la revolución de las ventas a plazos de la batalladora empresa privada. Incluso los inventores de la empresa privada probablemente han aliviado más las faenas de muchos hogares de la clase trabajadora que el más sensato director general de Correos".

En otra entrevista de indiscutible solvencia doctrinal en The Banker, en el número de febrero de 1967, Mr. Grahan Hutton hizo una crítica muy dura de las conferencias de Galbraith, en la que destacan estos párrafos:

"¿A dónde conduce el argumento de Galbraith, de la inevitabilidad técnica de la ‘gran dimensión’, es decir, del sector político en la economía? Las leyes anti-trust de los Estados Unidos –Galbraith sugirió que se reducían a ‘una charada’– no hubieran permitido a Ford, a la General Motors y a Chrysler unirse en un monopolio nacional norteamericano de empresa privada para la fabricación de automóviles; pero seguramente hubiera parecido muy bien si hubieran pasado a ser un servicio público. Pero intente usted decir a la G.M. y a Ford que no haya ninguna competencia entre ellos: que ellos controlan la demanda de sus clientes. Intente usted decírselo, realmente, a las Juntas Directivas del Carbón, de la Electricidad y del Gas estatales británicas.Galbraith parece, intelectualmente, un principiante confuso.

Los impuestos, las contribuciones locales y las tasas para ‘el sector público’ que paga el pueblo británico constituyen ya más del 45% de la renta nacional británica, frente a sólo un 24% en la renta nacional en EE.UU. Los ingleses podrían decir a Galbraith una o dos cosas acerca de la supuesta superioridad de la producción y distribución del ‘servicio público’ comparada con la de las empresas privadas. Sus preferencias se han dirigido, de forma arrolladora, en favor de las últimas. Está todo, todavía, fundamentalmente en contra de la nacionalización de la industria del hierro y del acero –y de cualquier otra– del Reino Unido. Si Galbraith y sus seguidores británicos sostienen que la planificación o el control por el Estado de todas las cosas es inevitable (tecnológicamente, o como dogma), que publiquen lo que esto significa para los ciudadanos. Que digan públicamente: ‘nosotros sabemos lo que es mejor para la mayoría’. Que se pongan en pie para poder contarlos, como las élites del poder, que es lo que realmente desearían ser. Y entonces, también, se hará patente la identidad esencial de ellos, como minorías autoritarias, y esos otros que controlan los sistemas económicos al otro lado del ‘Telón de Acero’. Los puritanos y los monárquicos absolutos, la extrema izquierda y la extrema derecha, lo mismo que todas las oligarquías, se aproximan".

Pero se ha hecho otra crítica en Inglaterra, no a las obras de Galbraith concretamente, sino a esa sustitución que se busca del Ser Supremo por la tecnología; una crítica que refleja, en la forma empírica que caracteriza al pensamiento inglés, cómo deben incrustarse entre los demás factores que constituyen la atmósfera cultural de la conciencia humana los dictados de la técnica. Se trata de un artículo publicado en The Economist el 6 de enero último. Vale la pena de que ustedes lo conozcan.

"En una sociedad madura económicamente, el progreso es rápido y se adopta fácilmente. Pero la madurez también se pone de manifiesto cuando la misma sociedad está ya aburrida de un aspecto determinado del progreso y puede que se detenga mucho antes de haberse alcanzado los límites tecnológicos. En un punto, las gentes, primero por decenas, luego por docenas de miles y finalmente por millones, deciden que no quieren seguir tomando parte en esta o en aquella determinada revolución tecnológica. Y si los técnicos persisten en proyectar más y más y con mayor rapidez, la opinión pública interviene para ponerles freno. El hombre se muestra decidido a seguir siendo el amo de sus máquinas.

Cuando los norteamericanos hablan de coste-eficacia, en realidad están buscando una especie de fórmula que indique dónde va a aparecer este punto límite. Pero, examinando ejemplos patentes del mecanismo en funcionamiento, la fórmula coste-eficacia no puede explicarlos por sí sola. Esta fórmula no podía nunca predecir que la humanidad decidiera colectivamente que una velocidad de 70 a 80 millas por hora era adecuada para el coche del pasajero medio. No hay dificultad en construir coches familiares que corran sin riesgo a una velocidad dos veces mayor, y el límite técnico real parece estar alrededor de las 600 millas por hora. Ni tampoco los coches rápidos son caros necesariamente; los precios podrían haber sido verdaderamente bajos si hubiera habido para ellos algo que se aproximara a un mercado de masas. Nunca lo ha habido. Por consiguiente, el coche de 100 millas por hora continúa siendo la excepción y gradualmente va siendo un proscrito.

Los trenes pueden construirse para que corran mucho más que en la actualidad. Lo mismo ocurre con los barcos. Ninguna forma de transporte de superficie se encuentra en ninguna parte cerca de los límites técnicos de su desarrollo. Pero ya pueden los ingenieros declarar lo que quieran, el punto límite llega cuando la humanidad ya no quiere más. La fórmula coste-eficacia realmente no tiene en cuenta el rechazo por la masa de ciertos niveles tecnológicos.

Los países muy ricos pueden permitirse renunciar a la eficacia técnica a cambio de comodidades, aprobar el costoso control de la contaminación del aire y gastar millones enterrando cables de alto voltaje con el fin de conservar un paisaje. Pero, y lo que es igualmente importante, la conciencia popular de los países altamente industrializados exige a veces que se rechace lo que ofrece la técnica, porque existe, si se busca, una solución mejor y menos censurable. Se tardaron quince años en inventar una fórmula para detergentes que no contaminara de espuma sucia los jardines de las casas; la fórmula es ahora de uso universal y la espuma ha pasado a la historia. El rechazo de productos químicos agrícolas nocivos especialmente persistentes ha tenido ya dos resultados perceptibles: que los nuevos productos químicos que se lanzan al mercado sean menos censurables y que muchos de ellos se descompongan rápidamente en sustancias inofensivas, y hay un resurgimiento del interés por los métodos no químicos para exterminar las plagas, bien creando colonias especiales de insectos que se alimentan de ellas (los cultivos de invernadero ya lo practican) o más extravagantemente apareándolos con machos estériles.

¿Hasta dónde nos llevará este proceso? Las fórmulas de productos alimenticios químicos han logrado proporcionar todo lo necesario para la salud en unas pocas cucharadas con buen sabor. Pero, por muy grande que sea su progreso, la mayoría de la población urbana sigue todavía aferrada a la comida a la antigua usanza, cara y lenta de preparar, que requiere la existencia de agricultores para su cultivo, de vehículos para transportarla, de cocineros para guisarla, de camareros para servirla y de alguien más para que lave los platos. La cantidad de fibras naturales utilizada en la ropa continúa siendo dos veces mayor que la de fibras sintéticas. El sentido común está haciendo su aparición en el debate acerca de hasta qué punto los ordenadores y la automación pueden convertir esto en un mundo sin manos, y algunos jóvenes biólogos, y sin embargo completamente inflexibles, se niegan a realizar investigaciones sobre cerebros vivos conservados fuera del cuerpo en tubos de ensayo porque no están dispuestos a correr el riesgo de tolerar la indecible agonía que un cerebro vivo podría ser capaz de sentir. El punto límite es claro y preciso.

Este rechazo deliberado de lo último que la técnica puede ofrecer no está limitado a la defensa de los valores sociales frente a los adelantos técnicos, tales como el desagradable ruido de los aviones, que exige el cierre de los aeropuertos durante la noche. En la industria propiamente dicha se dan circunstancias actualmente en las que algunas compañías rechazan las economías de escala ofrecidas por las grandes fábricas de nueva creación, y optan por dos fábricas más pequeñas, de la mitad de tamaño, donde los costes serán mayores, pero los riesgos serán menores. En una técnica tan nueva como la energía nuclear, todos los proyectos presentados, tan ampliamente discutidos hace diez años, han sido rechazados con una sola excepción. Por todo el mundo hay ingenieros construyendo básicamente el mismo tipo de central de energía atómica con la que se empezó hace veinte años. En el mismo mundo de las armas atómicas del doctor Strangelove (y del doctor Herman Kahn) se ha llegado a un punto muerto en el que la cantidad de nueva investigación es mínima, y el desarrollo de los misiles y de los antimisiles es una guerra librada en su mayor parte con tigres de papel, y el uso militar de cualquier clase de armas nucleares es considerado por la mayoría de los planificadores de la defensa como casi inconcebible. ¿Otro signo de madurez?

Caricatura de Luis Olariaga por bacaría

Ciertamente, la naturaleza está cambiando rápidamente. Ya no se aprecian tanto los altos rendimientos como se hacía durante toda la década de los años cincuenta. Los norteamericanos han logrado, una maravillosa pieza de ingeniería, un avión de combate de 2.000 millas por hora, construido en titanio macizo, y han hecho volar aviones a velocidades hasta de 4.000 millas por hora. Estos aviones no van a fabricarse. El elemento más importante de las fuerzas aéreas norteamericanas en la próxima década de los años setenta va a ser un avión, el F-111, que no alcanza en absoluto esas velocidades. El F-111 sólo alcanza dos veces la velocidad del sonido, cuando técnicamente sería posible alcanzar una velocidad de tres a cinco veces mayor. Tiene también otros defectos, comparado con la clase de avión que podía haberse construido para realizar cualquiera de las misiones que se le han asignado. Está completamente dentro de lo posible que los aviones supersónicos de las líneas aéreas civiles lleguen a ser también rechazados, debido a su estruendoso ruido, si los gobiernos sucumben a las corrientes de opinión pública.

Esto es importante. Hasta ahora, la mayoría de las decisiones sobre si las fronteras de cualquier técnica determinada ya están bastante adelantadas han sido tomadas realmente por la opinión pública. Las gentes no compran coches super-rápidos; hacen campaña contra los productos químicos para la agricultura; no parece que quieran alimentarse con píldoras; protestan contra el ruido de los aviones; están todavía haciendo campañas contra el aeropuerto de Stansted. No se puede molestar, mortificar o tener despierto por la noche a todo el mundo constantemente. El mercado comercial reacciona a estas presiones como sólo los mercados libres pueden reaccionar. Pero, al participar los gobiernos cada vez más en la dirección de la investigación y la financiación real del desarrollo industrial, no puede esperarse que las rápidas reacciones de un director gerente ante su gráfico de ventas se produzcan precisamente dentro de los Ministerios. Las máquinas del gobierno se hacen funcionar para conocer las cotas que va alcanzando la ciencia; es poca o ninguna la maquinaria que tienen para identificar el punto límite. No obstante, a menos que haya una explicación totalmente diferente para los ejemplos que hemos citado, en todas las líneas del progreso existe un punto límite. De no reconocerse así, existe el peligro de que siempre que los gobiernos tomen parte activa en un adelanto técnico se vean presionados hacia el logro de mayores cotas de rendimiento a todo trance mucho después de que se haya alcanzado el punto límite social o técnico. Lo que no deja de ser un buen tema de meditación al comienzo del año 1968".

Esos son los reparos que se han opuesto a Galbraith en Inglaterra, que es donde fue a hacer propaganda de sus doctrinas. En el Continente desvió la atención hacia el aspecto de la competencia industrial que representaba el estruendo tecnológico norteamericano, Servan-Schreiber con su libro y sus propagandas, y no puso al descubierto la cuestión esencial que yo creo vale meditar y que hoy entrego a la atención de los señores académicos.

Galbraith parte del principio materialista de que primero hay que colmar la satisfacción de todas las apetencias económicas –o sea, someter la sociedad a los vínculos y disciplinas que exija la tecnología– y después, con la libertad que queda, atender al aspecto estético..., etc., de la vida. Él es de sobra astuto para que no se le pueda decir que la Humanidad puede escoger una sociedad que dé primacía a los factores no económicos; incluso dice que esa sería su preferencia, pero lo que ha estudiado y elogia y propaga es la sociedad tecnológica, representándosela con la fuerza avasalladora con que se la representó Carlos Marx. Porque eso mismo es lo que Marx concibió hace un siglo como aglutinante básico de la organización social. El profeta del socialismo internacional, aprovechando la teoría de la concentración del capital de Carlos Fourier, nos describió, con su ley general de acumulación del capital, una inevitable evolución histórica en la que la técnica iba perfeccionando la vida económica y forzándola a ser dominada por una gran industria manejada por detentadores de los medios de producción; sólo que Marx era un europeo y buscó una solución jurídica que administrara equitativamente las ventajas aportadas por la técnica, confiando éstas a una sociedad también materialista, pero que sometía a servidumbre a la tecnología con esa legislatura condicionante que menosprecia Galbraith. En rigor de verdad, tampoco tenía nada de feliz la solución marxista, porque entregaba al pensamiento económico las riendas de la sociedad, pero no alzaba como suprema divinidad de la vida humana a la tecnología.

Marx erró, sin embargo, fundamentalmente al universalizar la fuerza expansiva de la gran industria y ver en ella una forma de producción que habría de inundar inexorablemente toda el área de trabajo de la tierra. Se dieron cuenta pronto de ellos sus propios seguidores intelectuales y nació el revisionismo marxista (Bernstein, David, Tugan-Baranowski), advirtiendo que solamente un sector de la producción industrial era dócilmente vulnerable a la gran explotación y que incluso dicho sector no eliminaba las pequeñas explotaciones, porque, si ciertamente borraba del mapa a muchas, hacía nacer otras complementarias y dejaba desde luego intactas todas las cimentadas en las costumbres o en el gusto. Opinaba lo mismo el revisionismo de la evolución comercial, que dejaba fuera del alcance de la gran explotación infinidad de pequeñas empresas que satisfacían el gusto o establecían relaciones personales de crédito con su clientela. Y, desde luego, donde creía que la invasión de la técnica y el capital tenía más limitaciones era en la agricultura, en la que los principales factores productivos son el clima y los recursos naturales, y en la que las pequeñas explotaciones intensivas utilizan trabajo suplementario de mujeres, ancianos y niños, extraordinariamente económico.

Similares escollos para su expansión parece que ha de encontrar la irrupción tecnológica que predica Galbraith, dentro de la propia esfera de la producción, en muchos países que no son los Estados Unidos de América. Norteamérica no es Europa. Su población, formada principalmente de razas de color y emigrados europeos de cultura y maltratados por las necesidades materiales, que hallaron en las tierras nuevas de América facilidades para el delirio de grandezas en pesos o dólares y crearon una filosofía pragmática y hasta una religión de la opulencia, del lujo y del derroche, se presta más dócilmente a la producción uniforme y a la sumisión del consumo a la publicidad. En la Europa culta, llena de tradiciones y de caprichos, es más complicado arrebatar el mando a los consumidores. Por otra parte, en Estados Unidos, con sus grandes recursos naturales, tiene más atractivo el programa de enriquecerse a toda costa, aceptando disciplinas y trabajos y toda clase de renunciamientos individuales.

Si la perspectiva marxista de la concentración y de la producción –también contemplada desde el mirador de la gran industria inglesa de mediado el pasado siglo– fracasó de plano y el socialismo no ha venido –donde haya venido– por sus pasos, sino por acciones políticas más o menos violentas, la que ahora nos transmite Galbraith no es probable que encuentre más vía libre, sobre todo en Europa.

Pero puede hacer mucho daño y traer más confusión a esta turbia ideología novelera y tecnicista que está invadiendo Europa y que hace tabla rasa de todas las creencias y de todos los principios de conducta que eran el fondo moral de su cultura, con el terrible señuelo decadente y vicioso de que la tecnología es el camino para llegar a vivir bien sin trabajar. Es aquí donde yo veo el verdadero desafío a Europa: "yo he traído una auténtica civilización, dice la América tecnológica; una civilización positiva y no soñadora, que extrae la última partícula de utilidad de las posibilidades naturales y sociales y se pone mirando al suelo en vez de mirar al cielo o a las musarañas de tu vida interna; una civilización moderna, que borra del mapa ese fárrago de prejuicios y de vaguedades anticuadas que veneráis en Europa". Y si Europa contesta dignamente, aprenderá, ¿cómo no?, la lección tecnológica que le enseña Norteamérica, pero asimilándola a su propia ideología y convirtiéndola en instrumento de desenvolvimiento de ciertas importantes producciones; mas no se dejará avasallar por su filosofía, ni buscará en ella sus fórmulas de organización política y social, ni tolerará que ofusque y emborrache a la masa ingenua y necesitada de estos pueblos modestos con el disfrute prematuro de riquezas antes de producirlas con sus propios medios, creando una atmósfera de disolución de todos los credos e ilusiones que no traigan bienestar material y espectáculos de folletín, de fuerza o de destreza.

Ni los consumidores de Europa deben sacrificar sus costumbres ni sus caprichos multiformes, ni los artesanos, comerciantes y labradores deben dejarse aturdir por modernismos que no les vayan a sus explotaciones, ni los artistas o científicos deben sentir la impresión de que ya no sirve ser sincero, expresar la personalidad y seguir con alma los íntimos afanes de correr tras la belleza por la belleza y tras la verdad por la verdad porque el mundo se haya materializado y haya evaporado de sus valores el espíritu.

Debe Europa evitar, sobre todo, que se pierda el respeto y hasta la conciencia del hombre individualmente considerado con los dos fundamentos insobornables de su existencia: la moral y la libertad; de la primera de las cuales nace la convivencia social, voluntaria, solidaria y pacífica, y de la segunda de las cuales nace su personalidad.

¿Luchará Europa por que esos dos principios sigan siendo la base de su organización colectiva, tanto profesional como política? El interés material no es matriz sino de convivencias parciales en los negocios, en los cuales germinan luchas constantes entre empleados, entre empresarios, entre unos y otros y entre las empresas; igual en la economía capitalista que en la socialista. La codicia no es ni puede ser fuente más que de eternas querellas, le preste los instrumentos que le preste la tecnología; y considerada como catalizador político, esta última no puede traer más que el caos a la sociedad. Con todo su saber práctico, con todo su arsenal de instrumentos y de hombres de ciencia, con todos sus métodos de trabajo en equipo y todas sus planificaciones y precisiones y programas, los Estados Unidos no han podido organizar un poder político que funcione con acierto y eficacia, ni interior ni exteriormente; y en cuanto a solidaridad humana que haga posible por lo menos la coexistencia entre los diversos componentes de su demografía y dé estabilidad y fuerza al conjunto nacional, ahí está el problema racial, más enconado y más disolvente que nunca, al cabo de un siglo de tenerlo planteado abiertamente.

Europa tiene que responder al reto de América, y no en forma de simple resistencia, no dando la sensación de anquilosamiento y de vejez, de repulsa a toda incitación a cambiar de postura, sino siguiendo razonadamente la línea de su trabazón histórica y mejorando técnicamente su equipamiento de instrumentos materiales dentro de los marcos limitativos que los hombres impongan libremente desde otros puntos de vista que no sean el económico. Incluso dentro del económico, Europa debe velar por la libertad para producir, por la libertad para comerciar y por la libertad para consumir.Y no se diga que la libertad humana no se logra, de hecho, por fórmulas jurídicas sino por el bienestar material, pues, si bien es cierto que el bienestar material libera de estrecheces, encadena con obligaciones y con hastíos, y lo único que realmente hace al hombre dueño de sí mismo es la cultura, frente a sus enemigos interiores y frente al uso de las cosas de la vida.

Y para terminar, señores académicos, les diré que al hablar de Europa no me refiero a una minoría de intelectuales, que de seguro no han de faltar para defender con lealtad sus postulados de cultura, sino a toda esa masa viviente humana que se extiende por su mapa y que individualizó al hombre con el cristianismo, arrancándolo de la esclavitud y de la servidumbre, llenando para ello de sangre muchas páginas de sacrificio en su historia.

He traído este asunto a la Academia no por el valor científico de las obras de Galbraith únicamente, sino también y sobre todo por que hoy caen sobre un campo social abonado para saltos mortales, dada la obsesión que existe por romper con el pasado y volver la espalda a los principios, a los modos y a los gustos de una civilización porque se la ha visto vacilante y llena de conflictos...; en lugar de inyectarla ilusiones y ansias de fe para que renovara sus impulsos creadores y continuara normalmente la marcha del mundo, sin correr esa increíble aventura de entregar la sociedad a la improvisación y a la violencia, armándose de todas las armas técnicas con la pobre ilusión de sustituir al trabajo, dar gusto al cuerpo y hacer saltar en pedazos una civilización sólo porque está llena de diferencias, de calidades y de jerarquías.

El verdadero desafio a Europa por el Académico de número Excmo. Sr. D. Luis Olariaga y Pujana

Isabel Cepeda

Cátedra Luis Olariaga en la Universidad Central de Madrid

Luis Olariaga decía que sólo le jubilaría Dios. Y así fue. A lo largo de su vida (1885-1976) nunca cesó en su intensa actividad docente, de responsabilidad política y divulgadora, de tal forma que en 1971, en la última obra que publicó –y cuyo título no puede ser más significativo, La sociedad a la deriva– aprovechó para criticar duramente a Galbraith como ya hiciese tres años atrás ante sus colegas de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Se detectan dos claros elementos de confrontación entre ambos autores. El primero es el mercado. Es difícil encontrar algún punto de conciliación entre el liberalismo económico de Olariaga, cincelado a manos de la escuela austriaca, con la tecnoestructura de Galbraith, empeñada en desprestigiar el capitalismo y en defender una economía en la que conviven un Estado fuerte e intervencionista con un sector privado sometido, dependiente y atrofiado; donde la planificación y el intervencionismo se trasmutan en legítimas fórmulas para salvar paternalmente el mercado. Galbraith, en la línea keynesiana, defiende la planificación y el institucionalismo, choca así frontalmente con el individualismo y la economía de mercado de Olariaga. Mientras éste defendía las libertades y la iniciativa privada en obras como La política monetaria en España y ¿Liberalismo o socialismo es el dilema?, Galbraith intentaba demostrar cómo el poder monopolístico de las grandes corporaciones conseguía dominar tanto a los consumidores, que se organizaban en monopolios de compra (Countervailing Power), como a los proveedores.

El segundo punto de fricción es el materialismo. El matiz socializador que Robinson infiltró en el keynesianismo fue muy bien acogido por Galbraith, para quien la búsqueda del bienestar material es un objetivo superior. Ortega ya advertía que "la masa actúa sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos"(Ortega, 1930), lo que su discípulo Olariaga denominaba la "pasión tumultuosa por el asalto a los bienes atesorados por la civilización moderna" (Olariaga, 1971) mientras lamentaba desolado cómo el mundo se hacía atropelladamente socialista, en una dinámica que llevaba al proletariado a preocuparse sólo de buscar más dinero y distracciones vulgares en lugar de cultura y elevación moral. ¿A dónde lleva el materialismo? Su respuesta es clara: a la desintegración de la sociedad.