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V.   OBITUARIO

19.
John Kenneth Galbraith: el testamento de un divulgador de la economía (1908-2006).

Joaquín Estefanía

John Kenneth Galbraith

CON MOTIVO de su fallecimiento (1908-2006), la Fundación ICO acaba de reeditar la parte más personal de la obra del economista estadounidense, de origen canadiense, John Kenneth Galbraith. Excepcionalmente presentadas en una caja con dos volúmenes, ahí están sus Memorias. Una vida de nuestro tiempo (1982), Anales de un liberal impenitente (1982) y Con nombre propio. De Franklin D. Roosevelt en adelante (2000). De los tres textos, el más significativo, con mucho, es el primero, que describe las ocho primeras décadas del siglo pasado desde el punto de vista de su autor, y en el que brilla la literatura que le hizo tan famoso incluso fuera del ámbito académico al que perteneció: humor, ironía, falta de modestia y, sobre todo, mucha divulgación de los conceptos técnicos.

En cierta ocasión, un novelista español (en principio, bastante ajeno a la obra de un economista), Antonio Muñoz Molina, define a Galbraith del siguiente modo: "Un caballero muy alto y muy anciano, civilizado e iconoclasta, economista y novelista, diplomático y profesor, partidario de la justicia y del sentido común, de la libertad y el bienestar de todos, irónico como un ilustrado del siglo XVIII, clarividente en su extrema vejez como un profeta que ve al mismo tiempo el porvenir y el pasado" (Muñoz, 2001). Confirma esta descripción el que fuera su asistente de toda la vida, Andrea D.Williams, que en el año 2001 seleccionó su Obra esencial: un liberal comprometido, un optimista compasivo, un iconoclasta cauto pero firme y un escritor cuyas palabras podían cambiar el modo en el que el mundo considera sus problemas.

Con un estilo literario "que ilumina y realza todo lo que dice: humor sarcástico, expresión afortunada, argumento razonado con palabras razonadas, o claridad de pensamiento reflejada en claridad de la prosa" (Galbraith, 2002).

Hubo muchos Galbraith: el profesor, el economista, el político y diplomático, el ensayista, el memorialista, el novelista, el periodista y el presidente de la Academia Americana de las Artes y las Letras. En todos estos oficios, con el mismo compromiso en una similar dirección: liberalismo político (en el sentido norteamericano del concepto) y reformismo social, que se funden en la defensa del keynesianismo como una doctrina social actual, que se mantiene a lo largo del tiempo no sólo por sus consideraciones científicas, que también, sino por el poder de sus ideas. Frente a las tesis de Marx, que creía que la lucha de clases era la partera de la historia, Keynes defendía el poder de las ideas; opinaba que las ideas que llevaron a las revoluciones del siglo XIX no se originaron en las masas, con las personas que por algún cálculo razonable tuvieron más razones para la revuelta, sino que provenían de los intelectuales. De idéntica manera, las ideas que salvaron la reputación del capitalismo en los años anteriores y posteriores a la II Guerra Mundial no llegaron de los hombres de negocios, los capitanes de empresa, los banqueros o los inversores, sino de nuevo de los intelectuales y, principalmente, del economista británico lord Keynes. De modo paradójico, iba a ser su destino, como el del propio Galbraith, ser contemplado como peligroso por parte de la clase que rescató de la ruina y la depresión. Pese a que defendía el capitalismo, Keynes atrajo la reacción colérica de la derecha, lo que significaba –y significa– que uno puede ser un conservador en el tiempo y, sin embargo, ser considerado un radical y enérgico innovador. En su libro Con nombre propio, Galbraith recuerda que el presidente de EE.UU. Franklin Delano Roosevelt, como Keynes y como él mismo, no era tenido precisamente como amigo del mundo de los negocios, y sin embargo su New Deal fue el que salvó al capitalismo de la más grave crisis que seguramente ha padecido: la Gran Depresión de 1929.

Cuando desaparece un científico social se multiplican las prescripciones sobre su obra. En los tomos que comentamos están las raíces de tres aspectos transversales de la de Galbraith, que incorporan algunos de sus libros más centrales: su teoría del poder, y los desarrollos de los conceptos de tecnoestructura y de la cultura de la satisfacción.

La economía carece de identidad, según nuestro autor, si se la separa de la consideración del ejercicio del poder, entendiendo por éste la posibilidad de imponer la propia voluntad al comportamiento de otras personas, como escribía Max Weber. Tesis muy controvertida, por ejemplo, para los económetras. Conecta así con las corrientes republicanistas tan de moda de autores como Philip Pettit ("la libertad como no dominación"). Para Galbraith, se enseña que en las democracias el poder reside en el pueblo, y que en un sistema de libre empresa la autoridad descansa en el consumidor soberano, que opera a través del impersonal mecanismo del mercado. Se oculta así el poder público de la organización. Del mismo modo, disfrazado bajo la mística del mercado y el dominio del consumidor, está el poder de las corporaciones para determinar e influir en los precios y en los costes, para señorear entre los políticos elegidos y para manipular la respuesta del consumidor. Si no se incorpora el poder al análisis económico, la tarea del economista no se cumple.Al menos en tres de sus obras mayores (El capitalismo americano, La sociedad opulenta y El nuevo Estado industrial) están las limitaciones estructurales que existen en los mecanismos del mercado, que permiten que en muchas ocasiones sean los centros de poder oligopolísticos los que orientan las necesidades en función de los intereses de la tecnoestructura de las grandes empresas, y no la ley de la oferta y la demanda.

Así surge el término de tecnoestructura, definido por primera vez en El nuevo Estado industrial: el conjunto de organizaciones técnicas que existen en el seno de las grandes empresas, que toman las decisiones importantes que luego han de ser asumidas por los consejos de administración y, en última instancia, por las juntas generales de accionistas. La tecnoestructura galbraithiana del año 1967 era de una ingenuidad adolescente considerando lo ocurrido después en el mundo de la gran empresa y, sobre todo, de lo sucedido en el último trimestre del año 2001 a raíz de la quiebra de Enron y de tantas empresas de la nueva economía. En 2004, Galbraith revisa su concepto de tecnoestructura en La economía del fraude inocente, con todos los abusos de la América corporativa en carne viva. "Controlar el poder corporativo", escribe nuestro autor, "es uno de nuestros mayores retos y, dadas sus dimensiones, una de nuestras necesidades más urgentes. Una sociedad de desventuras económicas y crímenes corporativos no sobrevivirá ni será útil".

La cultura de la satisfacción introduce una nueva teoría de las clases sociales y, en última instancia, de la democracia. En el pasado había una minoría poderosa y satisfecha y un gran número de personas que vivían sin esperanzas; ahora hay un buen número de personas ricas que atribuyen su fortuna a una virtud personal, y una subclase que realiza todos los trabajos desagradables. La clase predominante es la clase media, una clase formada por individuos satisfechos y lo suficientemente amplia como para controlar el proceso electoral y hacer que la underclass sea políticamente invisible dentro del sistema. Así surge la democracia excluyente, que anuncia los acontecimientos de marginalidad entre dos siglos; esta marginalidad, multiplicada por los fenómenos de extrema riqueza y extrema pobreza, es tan amplia que la contradicción principal ya no se da entre el capital y el trabajo, como aseguraba el marxismo, sino entre los favorecidos y sus burocracias, por un lado, y los social y económicamente desfavorecidos junto al considerable grupo de quienes, por inquietud o por compasión, acuden en su ayuda. Aunque los segundos son más cuantitativamente, se han decepcionado del sistema y no votan. Por ello, en muchos lugares ganan las elecciones las fuerzas conservadoras.

Las lecciones de Galbraith no se agotan con estos puntos de vista, pero éstos son representativos de todos lo demás. Siempre expresados de la forma que aprendió en la revista Fortune, o cuando ejerció como periodista divulgador en la serie televisiva La era de la incertidumbre: "No hay ningún proceso, ni problema económico, que no pueda expresarse en un lenguaje claro y que no pueda ponerse al alcance de un lector culto o interesado" (Galbraith, 1982).