IV. ECONOMISTAS PREMIADOS
18.
Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón (Premio Rey Juan Carlos de Economía, 2006).
Manuel Jesús González González

GONZALO ANES y Álvarez de Castrillón nació en Trelles, pequeño pueblo del concejo asturiano de Coaña. También en Asturias cursó,
en tiempo record, el Bachillerato. En 1952, viajó a Madrid para matricularse en la única Facultad de Ciencias Económicas existente en España por aquella
época. Allí forjó sus primeras armas de economista con los excelentes profesores Valentín Andrés Álvarez, José Castañeda, Manuel de Torres,
y Alberto Ullastres. Ellos constituían el núcleo duro de la carrera de Ciencias Económicas. Sus exigentes filtros garantizaban al estudiante una excelente calidad como economista.
La sólida formación económica le habría de resultar, por cierto, de enorme utilidad en su periplo al futuro historiador. Si de Alberto Ullastres admiró la capacidad
de síntesis y el nuevo enfoque de la historia, limpia de complicaciones memorísticas, de nombres de reyes, batallas y fechas, de Valentín Andrés
Álvarez recibió el complemento formativo de la Historia de las Doctrinas Económicas. De Torres y Castañeda, la agudeza analítica y la tersa arquitectura de la microeconomía.
Tras la licenciatura, la ida a París para estudiar con la mejor escuela francesa: Pierre Vilar, Ernest Labrousse y Fernand Braudel. Corría el curso 1959-1960.
De Pierre Vilar aprendió a mirar de forma nada rutinaria determinados episodios de la Historia de España. Aún estaba recién escrita la tesis del historiador francés: La
Catalogne dans L’Espagne Moderne. De Labrousse, evocará
Gonzalo Anes, la palabra vibrante y la perfección expositiva. Pero el método utilizado por el francés en sus estudios sobre las fluctuaciones de precios y salarios en el país
vecino durante el siglo XVIII le sirvió
de inspiración. También se sintió el jóven historiador español atraído por la ambiciosa interpretación histórica que contenía el libro
de Fernand Braudel La Mediterranée et le monde méditerranéen a l´époque de Philippe II. Eran tiempos en los que el maestro francés
atraía a su seminario a historiadores de todo el mundo interesados por su ambiciosa interpretación de las civilizaciones del presente vistas en dimensión histórica. También
en la ciudad del Sena adquirió su primera y densa experiencia de trabajar en archivos. Una gran cantidad de información pudo acopiar el historiador, tanta que no llegó nunca
a explotarla en su totalidad.
De vuelta a Madrid, pudo Gonzalo Anes trabajar con Luis García de Valdeavellano, quien a la sazón estaba configurando un ramillete de discípulos similar
al que había formado en Barcelona. El maestro Valdeavellano dejó una impronta muy notable en el recién llegado. Sus conocimientos del pasado, especialmente de la Alta Edad Media,
causaron en el profesor Anes honda y perdurable impresión. Fue bajo el magisterio de Valdeavellano cuando, aprovechando los excelentes libros de cuentas españoles, se interesó nuestro
historiador por formar series de diezmos de cosechas, mirando las de precios y salarios de Hamilton o las similares de Labrousse.A partir de esta base estadística, pudo explicar, utilizando
la teoría de David Ricardo, el crecimiento agrario del siglo XVIII (sobre el fondo del presunto estancamiento de la centuria anterior). Este método de acudir a una teoría económica
para entender la historia supuso, en fecha tan temprana como 1966, una importante renovación de la metodología utilizada por los historiadores españoles.Tal fue el contenido
de su tesis doctoral. Con el título Las crisis agrarias en la España moderna, vio la luz en forma de libro y mereció el premio Taurus, en 1970. La obra supuso
el primer jalón de la historia cuantitativa española.
En 1957 el profesor Anes obtuvo por oposición la cátedra de Santiago de Compostela. Casi inmediatamente, se convocó
la de Historia Económica Mundial y de España de la Facultad de Madrid, a la que concursó con éxito. En ella profesó hasta su jubilación, tras la cual pasó a
ser catedrático emérito.
Todavía habría de imprimir un giro muy innovador a su línea de investigación cuando, asomándose a la denominada gran depresión del
siglo XVII, basada en la perceptible caída del número de habitantes en el campo, con el consiguiente abandono de aldeas y alquerías, silencio de telares y talleres, y desempleo
en los oficios artesanales, Gonzalo Anes ofreció serios reparos a la explicación tradicional de la despoblación rural. Entregado a la edición de los Memoriales y discursos
de Francisco Martinez de Mata, encontró escasa coherencia entre las quejas de este autor respecto a la despoblación del campo e inmigración de extranjeros, franceses
en su mayoría, inducida por el incentivo de altos salarios, nivel de empleo notable en los oficios mecánicos desdeñados por los naturales de nuestro país, y otros
atractivos de villas y ciudades. A la vista del escenario de ciudades en crecimiento y campos despoblados, durante los años de ajuste posteriores a 1959, signo de un vigoroso proceso de desarrollo,
que no de atraso o depresión, diagnosticó
el despoblamiento análogo del siglo XVII como clara muestra de crecimiento. Abandonadas las tierras de mala calidad, las poblaciones se movieron hacia las villas y ciudades atraídas
por la gran prosperidad en ellas esperada, y empujadas por los pésimos niveles de vida en las aldeas que abandonaban. Pronto extrajo las consecuencias de todo ello: el avance de las tierras
labrantías durante el siglo XVI, con el desplazamiento del margen de labranza y el cultivo en hojas, pudo lograr más producción para alimentar las nuevas bocas, pero trajo consigo
un descenso sensible de los rendimientos medios y marginales. Las nuevas tierras labradas eran de peor calidad, y los métodos de cultivo adoptados, con mayor frecuencia de las siembras,menor
estancia de los ganados y minoración consiguiente del abono en rastrojeras y eriazos, conducían a la caída de los rendimientos por unidad de superficie. Por el deslizamiento
del margen de cultivo, retrocedía, además, el número de cabezas de ganado, al disminuir la oferta permanente de pastos en tierras ahora labradas. El fenómeno no era pues
diagnosticable como depresión, sino como reajuste y búsqueda de un nuevo equilibrio, al hilo del vigoroso despertar del desarrollo económico.
Con este telón de fondo, pudo entender de manera sorprendentemente nueva los comportamientos de las unidades de decisión, empresarios que respondieron a las señales
de los beneficios esperados en las ciudades más dinámicas de la Corona de Castilla y a las de los jugosos negocios de ultramar basados en la extracción de los metales preciosos
en Potosí, Guanajuato y Zacatecas. Fue así como llegó a comprender cuánto había de interpretación inadecuada en las viejas explicaciones de su maestro de
juventud, Fernad Braudel. No puede hablarse de trahison de la Bourgeoisie, a la manera de Braudel, porque los empresarios de entonces, en vez de atender
–en clave marxiana– a sus intereses de clase, y derribar el feudalismo, respondieran a los incentivos de los negocios, comprometiéndose en las nuevas y productivas actividades
americanas, adquiriendo, con las abultadas rentas obtenidas, plantaciones en América, o tierras y señoríos jurisdiccionales a este lado del mar; todo en aras de la racional diversificación
de sus inversiones.
En la conventual serenidad de Princeton, donde permaneció durante los años 1975-76, comprendió el historiador español que la búsqueda de su
propio interés explicaba mejor que la tesis marxista el comportamiento de los empresarios españoles.
Vino luego su curiosidad por América. Diagnosticado el despoblamiento del siglo XVII, que tantas quejas suscitaba en escritores políticos de entonces –¡y
de ahora!–, y habiendo presentado la decadencia de la producción textil como resultado de la mayor competencia de paños ligeros extranjeros importados en mejores condiciones de
precio, y bien recibidos, por colorido y versatilidad, entre los españoles, comenzó
a sentir viva curiosidad por la historia de la América virreinal.
Este nuevo interés pronto tropezó con la insatisfacción que le producían los indicadores disponibles. Acudió, pues, a otro, que reputaba más
fiable: el grado de urbanización. Computando el número de ciudades indianas fundadas en los siglos XVI, XVII y XVIII, pudo dar cuenta del intenso avance de su número y del firme
crecimiento de sus poblaciones. Prácticamente ayuno de ciudades el continente americano, cuando llegaron los españoles aumentó vivísimamente su número, denotando
gran crecimiento económico durante las citadas centurias. Recuerda Anes el asombro de los visitantes de la América española en la alborada del siglo XIX. Gran sorpresa causaba
la visión de aquellas plazas monumentales, aquella admirable organización administrativa, aquel poderío urbano de los virreinatos de la Nueva España, de El Perú,
de Nueva Granada y de Buenos Aires, incomparablemente superior al de la franja occidental ocupada por las trece colonias norteamericanas anteriores a su independencia. No fue durante el virreinato
cuando se invirtieron las diferencias, sino al desintegrarse, para convertirse en naciones independientes, por el empuje de las minorías criollas, siguiendo sus propios deseos y conveniencias.
La intensa actividad docente del premiado no se vio menoscabada por sus actividades complementarias: consejero del Banco de España, académico de la Real Academia
de la Historia, de la que ahora es director, y consejero de algunas compañías privadas en las que pudo ejercitar su gran capacidad de economista.