III. ESTADO DE LA CUESTION
16.
¿El tamaño importa? La empresa española en el siglo XX
Gabriel Tortella y José Luis García Ruiz
UNO DE LOS TEMAS recurrentes de la
historia empresarial es la importancia que
tiene el tamaño en el funcionamiento de
las empresas. En los años 60 y 70 del siglo
XX, el historiador de la Universidad de
Harvard Alfred D. Chandler postuló que
la "empresa moderna" sólo podía ser grande,
multidivisional y dirigida por ejecutivos
profesionales. Por tanto, las pequeñas
y medianas empresas (PYME), concentradas
en un solo producto y que eligen a sus
directivos por cooptación entre los miembros
de una misma familia pueden considerarse
parte de un pasado a superar.
Chandler justificó su postura basándose
en que sólo las grandes empresas pueden
aprovechar correctamente las economías de
escala y diversificación (Chandler, 1987).
A la luz del paradigma chandleriano, se
han realizado en los últimos decenios muchos
estudios en países muy diversos para
conocer cómo han evolucionado los sistemas
empresariales, y si se ha producido
convergencia hacia la "empresa moderna".
Una aportación importante es el libro colectivo
Big Business and the Wealth of Nations,
que incluye un trabajo de Albert Carreras
y Xavier Tafunell sobre las grandes empresas
manufactureras españolas. Carreras
y Tafunell, adoptando un enfoque explícitamente
chandleriano, muestran preocupación
por el menor tamaño de la empresa
española en el siglo XX, que atribuyen en
buena medida a las dificultades causadas
por la Guerra Civil y el primer franquismo
(véase Carreras y Tafunell, 1997).
En el decenio de 1980, la tendencia
hacia la gran empresa pareció encontrar
sus límites. Muchas empresas perdieron
tamaño externalizando actividades, pues
encontraban ventajas al confiar parte de
su producción a proveedores y subcontratistas.
Por otra parte, en un pujante mundo
de servicios, con escasos requerimientos
de capital, fue posible contemplar el éxito
fulgurante de algunas PYME de reciente
fundación. Fue entonces cuando Michael
J. Piore y Charles F. Sabel tuvieron muy
claro que estábamos ante una "segunda
ruptura" (second divide) que pondría fin a
las realidades de la segunda revolución industrial,
desencadenada con una "primera
ruptura", en los últimos decenios del siglo
XIX, que condujo al predominio de la gran
empresa. En España, Jesús María Valdaliso
y Santiago López García destacaron como
seguidores convencidos del nuevo paradigma
(Valdaliso y López García, 2000).
Hoy día, la tesis de la "segunda ruptura"
está muy cuestionada por la oleada interminable
de fusiones y adquisiciones en la
que se mueve el mundo empresarial de los
albores del siglo XXI, proceso que alcanza
también a sectores y países emergentes.
Por otra parte, en un libro de reciente aparición,
David S. Landes afirma que "esa
obsesión por la forma gerencial [el paradigma
chandleriano] no debería considerarse
un sustitutivo válido de la empresa familiar
y dinástica": hasta una tercera parte de
las empresas incluidas entre las 500 mayores
de Estados Unidos por la revista Fortune
son controladas en última instancia por
familias (Landes, 2006: 320).
Para terminar de complicar el panorama,
junto al mercado (defendido por la
economía de raíz neoclásica) y las jerarquías
directivas (defendidas por el nuevo
institucionalismo), se empezó a señalar la
importancia de las redes como mecanismo
de coordinación de las actuaciones empresariales.
Las redes podrían ser una vía para
conseguir que las PYME resultaran más
eficientes. El principal impulsor del concepto
de "redes" ha sido el sociólogo norteamericano
Mark Granovetter, quien ha
insistido en que lo que otorga ventajas a
las redes son los "lazos débiles" (weak ties),
es decir, el hecho de que la red sea capaz
de aflojar la tensión que la caracteriza para
permitir la innovación (Granovetter,
1995). Otro tema a considerar es que las
redes adoptan configuraciones muy diversas
y cambiantes en el tiempo, y por ello
son difíciles de identificar y de evaluar. Lo
fundamental es saber que no todas las redes
son socialmente eficientes; desde luego
no lo son aquéllas cuyo propósito es la
mera búsqueda de rentas desde posiciones
de privilegio. En España, éste es un campo
muy novedoso, en el que no siempre se
mantiene la exigencia a la hora de discernir
entre redes socialmente eficientes y redes
que no lo son (Tascón, dir., 2005).
Otra cuestión que ha suscitado debate
en los últimos tiempos tiene que ver con
la reciente irrupción de la empresa española
en el ámbito de las multinacionales.
Uno de los mayores expertos en este campo,
John Dunning, ha admitido que es una
realidad nueva la existencia de multinacionales
procedentes de países emergentes
cuyo tamaño no es tan grande como el
de las multinacionales tradicionales (Dunning
y Narula, eds., 1996). En España, de
forma algo inesperada, el flujo de entrada
de capital extranjero, que había venido
creciendo desde 1959, empezó a declinar
en los años 90. En contraste, se produjo un
flujo de salida cada vez más vigoroso, de
modo que, en torno al año 2000, el saldo
neto resultaba negativo: ¡España se había
convertido en una economía exportadora
neta de capital y contaba con un puñado
de verdaderas empresas multinacionales!
Los estudios de Juan José Durán Herrera
fueron los primeros en advertir el fenómeno
(en Durán Herrera, 2005, se resumen
las investigaciones realizadas). De acuerdo
con Durán Herrera, el hecho de que
entre noviembre de 1938 y septiembre de
1979 hubiera que obtener autorización
administrativa para invertir en el exterior
constituyó un factor limitador de primera
importancia. Los crecientes flujos de IDE
(Inversión Directa Exterior) registrados
en los años 80 se destinaron preferentemente
a inversiones en América Latina,
en los sectores de construcción y servicios
(banca, transportes y comunicaciones).
Según Elena Giráldez Pidal, la concentración
de inversiones españolas en
América Latina se dio tras la crisis de la
deuda externa en esa región. España hizo
entonces una "apuesta arriesgada en la que
no le han imitado ni Francia ni Alemania ni
los Estados Unidos" (Giráldez Pidal, 2002:
46). Cuatro son las características principales
que Giráldez Pidal ha señalado en el
caso de esta IDE: 1) búsqueda de la expansión
internacional como forma de incrementar
el valor bursátil, concentrando los
esfuerzos inversores en una región donde
la competencia es menor; 2) expansión mediante
compra de activos existentes, ofertados,
en muchos casos, al hilo de procesos
de privatización; 3) inicio de la expansión
por el Cono Sur (Argentina, Chile), para
luego extenderse por otros países de habla
hispana (México, Perú, Colombia y Venezuela)
y, finalmente, acudir a Brasil, y 4)
aprovechamiento de vacíos en las reglamentaciones
nacionales, lo que a la larga
puede generar problemas (Giráldez Pidal,
2002: 195-197). Cabría añadir que para
empresas relativamente pequeñas como
las españolas resultaba mucho más factible
la inversión en América Latina que en
los países del mundo desarrollado o del
Lejano Oriente.

El estudio más actualizado sobre la IDE
española se debe a Mauro F. Guillén (2006).
Resulta admirable comprobar cómo la inversión
acumulada en el exterior no superaba
el 1% del PIB en 1980, y rondó el
35% en 2004 (Guillén, 2006: 11). Pero el
autor no se deja embargar por el asombro
y discute tres "mitos" que existen sobre el
tema (Guillén, 2006: 13-16). Primero, las
multinacionales españolas no son "conquistadores"
que se dejen llevar por impulsos
inconscientes, pues es difícil creer
que casi un millar de compañías lo hagan
(incluyendo numerosas PYME que han
conseguido hacerse "multinacionales de
bolsillo"). Segundo, la multinacionalización
no se apoya esencialmente en razones
de lengua y cultura comunes, pues países
que no son hispanohablantes han
recibido también mucha atención, como
Brasil. Hay que señalar que la refutación
de este "mito" no resulta convincente. La
cultura y el idioma de Brasil son muy similares;
en Brasil, además, prácticamente
toda persona educada habla español. Por
otra parte, otros estudiosos y los empresarios
coinciden en que los factores culturales
y lingüísticos son determinantes. Finalmente,
para Guillén las empresas españolas
no carecen de "activos intangibles"; no
son fuertes en tecnología, es verdad, pero
sí poseen otros "activos intangibles" relacionados
con capacidades directivas, que son
más importantes que la tecnología en los
sectores financiero, de construcción y servicios
públicos en los que se han especializado.
El que España cuente con escuelas
de negocios de prestigio internacional, como
el IESE barcelonés o el Instituto de
Empresa madrileño, no puede ser algo ajeno
a este fenómeno.
La escasa IDE existente antes de la liberalización
de los años 70 (en torno al
0,10% del PIB anualmente) se explica por
la búsqueda de acceso a materias primas,
por la creación de canales de distribución
para productos alimenticios, por algunos
proyectos de construcción e ingeniería en
países atrasados y por la existencia de un
puñado de oficinas bancarias. Las inversiones
industriales que, desde 1964, hicieron
empresas catalanas en el Rosellón francés
para asegurarse el acceso al Mercado Común
Europeo fueron un caso excepcional
(Guillén, 2006: 18). En los años de la incorporación
de España a la Comunidad
Económica Europea, se desató una oleada
de inversión hacia España que apenas se
vio correspondida con otra de inversión
española hacia el exterior. Pero hacia 1993
los empresarios españoles reaccionaron y
se embarcaron en un proceso de multinacionalización
ciertamente vertiginoso. Al
parecer, los empresarios entendieron que
sólo si se hacían grandes con inversiones
en América Latina podrían resistir el embate
de las grandes empresas europeas en la
anunciada Unión Económica y Monetaria
que arrancaba el 1 de enero de 1993.Hasta
las empresas familiares y cooperativas no
dudaron en aprovechar sus "activos intangibles"
para hacerse multinacionales, aunque
fuera pagando el precio de un fuerte
apalancamiento financiero, única forma de
cubrir la insuficiencia de recursos de capital
que caracteriza a las pequeñas y medianas
empresas.
¿El tamaño importa? Es difícil contestar
a esta pregunta en el estado actual de
nuestros conocimientos. Apenas si empezamos
a identificar las empresas y empresarios
que han existido en la España del siglo
XX, en un proceso que debe llevarnos
a ser capaces de confirmar o rechazar la
tesis que culpa del atraso español a la escasez
de empresarios innovadores (Gabriel
Tortella, 1996). La editorial LID ha contribuido
de forma extraordinaria en este sentido
con la publicación de un diccionario
biográfico de los 100 mayores empresarios
españoles (Eugenio Torres, dir., 2000), al
que están siguiendo otros de dimensión regional.
La misma editorial ha publicado
un manual de historia empresarial que incluye
largas relaciones de empresas, debidamente
clasificadas, que han podido ser
compiladas en cada comunidad autónoma
(José Luis García Ruiz y Carles Manera
Erbina, dirs., 2006). En esta última obra se
puede apreciar que, aparentemente, han
existido empresas exitosas de todos los tamaños.
También resulta evidente que
España ha sido (y, en buena medida, sigue
siendo) un país con predominio de las
PYME. Según un estudio reciente sobre
las relaciones entre el poder político y el
poder empresarial, los empresarios han
tendido a estar subordinados al Estado, entre
otras razones, por carecer de un tamaño
que les permitiese ejercer una influencia de
consideración (Mercedes Cabrera y Fernando
del Rey, 2002). Pero el despertar en
torno a 1993, con el surgimiento de las
primeras empresas multinacionales de relieve,
no puede haberse producido por generación
espontánea. La historia de la empresa
tiene que ser capaz en un próximo
futuro de dar a conocer cómo se adquirieron
los "activos intangibles" que hicieron
posible esa expansión (contradiciendo las
opiniones pesimistas que estaban muy extendidas)
y el papel que ha desempeñado
el tamaño en todo ello.