III. ESTADO DE LA CUESTION
15.
El problema de la financiación de la España de las autonomías
Juan José Rubio Guerrero
1. Financiación autonómica: balance y perspectivas.
En el proceso histórico de conformación
del modelo territorial español se ha
desarrollado un proceso de transferencia
de competencias desde la Administración
central a las comunidades autónomas que
ha estado asociado con la cesión de las correspondientes
fuentes de financiación. De
esta manera, la comunidades autónomas
(CC.AA.) han ido incrementando su participación
en el gasto total no financiero de
las administraciones públicas. Si tomamos
como referencia el año 2004, las CC.AA.
gestionaron el 49,1% del total ajustado,
mientras que el gasto gestionado por el Estado
se sitúa en el 32%. Los servicios públicos
que mayor visibilidad tienen de cara
al ciudadano –sanidad, educación y servicios
sociales– están a cargo de las CC.AA.,
configurando un sistema de organización
territorial de los más descentralizados del
mundo.
La profunda descentralización del sector
público que ha tenido lugar en España
es un proceso que, en perspectiva histórica,
se ha llevado a cabo en un periodo de
tiempo muy corto. Desde la apertura del
proceso, a partir del año 1978, y la aprobación
posterior de los primeros estatutos y
la LOFCA, en poco más de quince años se
ha producido la cesión de la mayor parte de
las competencias. (Bosch y Durán, 2005).
La construcción de la Hacienda autonómica
se ha ido produciendo de forma
gradual, funcionando en una primera etapa
como una Hacienda de transferencias vinculadas
al coste efectivo de los servicios
que se iban traspasando. Posteriormente,
han ido entrando en funcionamiento los
restantes instrumentos de financiación
previstos en la LOFCA: Tributos cedidos
y participación (porcentaje) en los ingresos
del Estado negociada quinquenalmente,
a partir de 1986.
En este marco, es fácilmente constatable
que el proceso de descentralización ha
avanzado mucho más por el lado del gasto
que por el de los ingresos. Una explicación
plausible fue que la marcha del proceso
coincidió con la reforma fiscal de
1978, lo cual generó recelos respecto a los
comportamientos recaudatorios de las
nuevas figuras impositivas, y especialmente por la falta de confianza en su posible
gestión por las recién creadas administraciones
autonómicas.
A esto se añadiría que el déficit público
sustancial mantenido durante la década
de los ochenta y primeros noventa ha
influido en la resistencia de la Administración
central a ceder las fuentes de recursos
impositivos fundamentales.

La mecánica de negociación de los sucesivos
acuerdos quinquenales, que partía
de la restricción de que el resultado de la
negociación no supusiera disminución de
recursos para ninguna comunidad, equivalía
a discutir entre las CC.AA. la distribución
del incremento de financiación.
Por ello, la conducta negociadora esperada
para cualquier comunidad, y así se ha
producido, ha sido la de tratar de introducir
en la fórmula de reparto del porcentaje
de participación en los ingresos del
Estado y dar la máxima ponderación a
aquellas variables en las que estaba situada
en mejor posición. La generalización
de esta estrategia presenta un grave problema:
el resultado final del reparto ha
dependido más de la capacidad de negociación
política de las partes que de criterios
técnicos conectados con la capacidad
o necesidad fiscal. El resultado de los sucesivos
acuerdos se ha traducido en la
existencia de un sistema estable de transferencia,
que no podía ser alterado por las
partes, lo cual ha sido un logro que no debemos
desdeñar en la primera fase de
aplicación del sistema. Sin embargo, si al
sistema de transferencia acordado por periodos
quinquenales le añadimos la escasa
autonomía fiscal de la que han gozado las
CC.AA. de régimen común, que sólo desde
fechas recientes ha sido paliado con la
cesión parcial del IRPF, nos encontramos
con una rigidez en los ingresos que sólo
deja al endeudamiento como vía por la
que conducir el gasto.
Los efectos indeseables de esta situación
se han visto reflejados en el crecimiento
de la deuda autonómica, que, a partir
de 1989, ha crecido a razón de 3.000
millones de euros. al año, hasta alcanzar
los 55.000 millones en 2006. El resultado
del sistema de financiación, en cuanto a
fuertes divergencias en la financiación per
cápita recibida por las distintas CC.AA.,
ha generado también criticas respecto al
trato discriminatorio entre regiones, puesto
que para el mismo nivel competencial
se producen importantes diferencia de recursos.
Por último, la coexistencia de dos modelos
de financiación diversos ha planteado
bastantes problemas respecto al grado de
suficiencia relativa de cada uno ellos. Sin
olvidar que el amplio grado de descentralización
conlleva que las decisiones sobre
gasto, inversiones públicas y déficit se han
desplazado en gran medida hacia el nivel
de las haciendas autonómicas, por lo que
se hace necesario estudiar mecanismos de
colaboración eficaces y operativos entre la
Hacienda central y las autonómicas.
En este contexto, el 27 de julio del 2001
el Consejo de Política Fiscal y Financiera
dio luz verde al modelo de financiación autonómica
que rige los destinos financieros
de nuestras comunidades autónomas a partir
del año 2002. Este modelo trataba de
hacer frente a los problemas pendientes en
el diseño estructural del sistema de financiación
autonómica, permanentemente
reiterados por los estudiosos de esta materia
(Sevilla, 2005):
– Ausencia de un sistema estructurado
y técnicamente justificable donde se integren
los esquemas de financiación per cápita
con esquemas de solidaridad interterritorial
efectivos y visibles por los ciudadanos.
– Integración del sistema de financiación sanitaria en el modelo de financiación general.
– Inestabilidad del sistema derivada de
los procesos de negociación recurrentes para
convenir el funcionamiento del sistema
de financiación de las CC.AA. de régimen
común.
– Bajo nivel de corresponsabilidad fiscal
por parte de la haciendas autonómicas
con los problemas de asignación, falta de
transparencia en los procesos de decisión
pública y riesgo de endeudamiento que de
ello se derivan.
– Incorporación de la problemática del
endeudamiento autonómico y la convergencia
europea de la economía española al
modelo de financiación autonómica, buscando
un nivel de financiación suficiente
para disponer de un margen de autonomía
fiscal como para financiar adecuadamente
la cesta de servicios elegida sin poner en
riesgo la estabilidad presupuestaria de las
administraciones públicas en su conjunto.
En este sentido, el modelo de financiación
actual recoge un conjunto de principios
que inspiran su actuación, que deben
mantenerse en el futuro y que se resumen
en los siguientes:
– Generalidad, ya que se trata de un modelo
integral que ha pretendido dar cobertura
a los intereses de todas las CC.AA; es
un modelo de consenso, aceptable por todos
los intérpretes de la realidad económica
por cuanto sus elementos técnicos y
su gestión son lo bastante flexibles para
permitir su adecuación a los objetivos
económicos y fiscales del grupo gobernante
en cada comunidad autónoma.
– Estabilidad, con el fin de dar continuidad
y seguridad a las CC.AA. una vez
culminado el proceso de traspaso de servicios.
Los fundamentos del modelo deben
permitir, en lo posible, la planificación financiera
a largo plazo.
– Suficiencia y autonomía, por cuanto el
sistema debe garantizar la adecuada prestación
de los servicios asumidos bajo la
premisa de la autonomía para decidir sus
políticas de gastos y su financiación.
– Solidaridad, principio que, implícito
en otros modelos anteriores, no ha tenido
visibilidad. Se ha tratado con este modelo
de lograr una prestación a un nivel equivalente
en cantidad y calidad de los servicios,
al margen de la mayor o menor capacidad
fiscal de cada comunidad
autónoma. Asimismo, el sistema contiene
unos mecanismos de convergencia de los
niveles de renta de las CC.AA. a través del
Fondo de Compensación Interterritorial.
Mecanismo que atiende tanto a las estrictas
inversiones en capital como a los gastos
corrientes derivados de su puesta en
funcionamiento, y que habrá de potenciarse
ante la pérdida de fondos comunitarios
procedentes de la UE a partir de
2007 (Flores de Frutos et al., 2006).
– Corresponsabilidad fiscal, a través de la
puesta a disposición de las CC.AA. de nuevos
mecanismos financieros. La articulación
del sistema de recursos recogido en el
modelo, con una ampliación de las competencias
normativas en el IRPF y una participación
sustancial en el IVA y los impuestos
especiales, y total en el Impuesto sobre
Electricidad e Impuesto de Matriculación,
introduce una cierta simetría en la forma
de financiación del Estado y de las
CC.AA., al recrear esta cesta de impuestos
cedida la estructura y flexibilidad financiera
del sistema fiscal estatal.
– Integración de todos los servicios públicos.
Frente a un modelo de financiación diferenciada
a través de transferencias financieras
del Estado a cada comunidad autónoma
para hacer frente a la gestión de los
servicios de sanidad y sociales, el sistema
actual integra los tres modelos, logrando
una mayor transparencia e integridad, una
mayor estabilidad y una mayor capacidad
fiscal que los anteriores, aunque con algunos
problemas que luego comentaremos.
– Estabilidad presupuestaria. El sistema
de financiación asume la filosofía de la estabilidad
presupuestaria a nivel del conjunto
de las administraciones públicas. El
problema que planteaba la regulación de
la LOFCA es que estaba pensada para salvaguardar
el equilibrio financiero interno
de las CC.AA., pero resultaba poco útil
para lograr la consecución de los objetivos
de política económica que actúan a manera
de "restricciones externas" para el sector
público español en su conjunto. Por ello, el
modelo de financiación está estrechamente
vinculado a la Ley General de Estabilidad
Presupuestaria, que implica a todos los
agentes del sector público español en el saneamiento
de las cuentas públicas.
– Coordinación. La introducción de corresponsabilidad
tiende a hacer más complejas
las normas y exige ser muy exigente
en materia de coordinación si se quiere
evitar situaciones de competencia fiscal
desleal y/o posibles rupturas de la unidad
de mercado, que limiten la libre circulación
de personas, bienes y capitales.
– Participación en la gestión tributaria. El
modelo ha tratado de reforzar y ampliar la
participación de las CC.AA. en la toma de
decisiones de la Agencia Tributaria, al afectar
la gestión de esta una parte sustancial
de los ingresos presupuestario de las
CC.AA. (Esteller, 2003). Este objetivo se
ha visto desenfocado y desbordado por la
petición maximalista recogida en el proyecto
de Estatuto de Cataluña de creación
de una Agencia Tributaria Catalana independiente
de la AEAT, finalmente reconducida
a términos razonables en el Estatuto
aprobado, aunque exige determinar los
mecanismos de coordinación competencial
de ambas en un futuro próximo.Asimismo,
el modelo ha incorporado la participación
de las CC.AA. en las tareas de los tribunales
económico-administrativos regionales
en relación con los tributos cedidos.
Sin embargo, el devenir del modelo ha puesto de manifiesto algunas inconsistencias a resolver:
– Sólo del 40% de la financiación de las
CC.AA. tiene como origen tributos con
competencias normativas por lo que la autonomía
financiera de las CC.AA. sigue, a
pesar de los avances, siendo limitada.
– La distribución de los recursos entre
las CC.AA. del sistema es compleja, con
muchas reglas de modulación que encubren
acuerdos políticos sobre cantidades
pactadas. (Monasterio, 2002) y que pretenden
el mantenimiento del statu quo.
– Otro aspecto criticable es que el sistema
no prevé mecanismos periódicos de
revisión del modelo, para actualizar y
ajustar las diferentes variables que intervienen
y evitar que se produzcan situaciones
de desequilibrios financieros. La dinámica
del modelo está teniendo efectos
indudables sobre el nivel de servicios que
puede suministrar cada gobierno autonómico
a sus ciudadanos.Alterados los criterios
de reparto de los recursos con respecto
al quinquenio 1997-2001, están quedando
modificadas las posiciones relativas de
los distintos territorios en lo que respecta
al nivel de recursos disponibles por habitante,
al tiempo que desaparecen gran
parte de las garantías de evolución de los
recursos existentes hasta el momento, lo
que ha generado algunas tensiones en los
niveles de suficiencia de las CC.AA. al
aparecer nuevos elementos que modifican
sustancialmente los datos de partida del
modelo con base en el año 1999, especialmente
la población como elemento central
del modelo.
Ha sido especialmente en la financiación
del bloque de competencias de gestión
de los servicios sanitarios de la seguridad
social, donde se han materializado
estas tensiones. Los cambios en los patrones
de uso de la sanidad, las diferencias
cualitativas en la prestación de un catálogo
de servicios públicos sanitarios, el encarecimiento
de los actos médicos debido a la
sofisticación de los elementos de diagnosis
y tratamiento, así como las modificaciones
sustanciales en la población protegida, debidas
a elementos imponderables en el año
base (1999), como la aparición y generalización
del fenómeno migratorio, han hecho
necesario un replanteamiento de este
bloque de financiación.
Por otra parte, se ha impuesto a las
CC.AA. la obligación de destinar a la gestión
de la asistencia sanitaria, como mínimo,
una cantidad igual a la resultante de
evolucionar la financiación inicial en el
año base al índice de crecimiento de la recaudación
estatal, excluida la susceptible
de cesión. A ese fin, quedan vinculados todos
los recursos del sistema de financiación,
por lo que el sistema de financiación
autonómica es uno y único con independencia
de la diferenciación en bloques
competenciales. En todo caso, para evitar
problemas de insuficiencia de recursos, el
Estado se ha comprometido a incrementar
transitoriamente los recursos de las CC.AA.
al ritmo de crecimiento del PIB nominal,
pero la suficiencia dinámica en la prestación
de los servicios sanitarios no queda
garantizada para los casos en que los gastos
de sanidad crezcan por encima del PIB
nominal, cosa que ha ocurrido en los últimos
años, con un crecimiento medio del
gasto sanitario del 10%, frente al 7% de crecimiento
del PIB nominal.
En este contexto, se produjo en 2005
un intento del Gobierno para financiar el
déficit sanitario. Una propuesta que, sin
modificar los criterios de reparto, inyectaba
en el sistema un total de 1.677 millones
de euros. No parece que éste sea el final
de un proceso que podrá repetirse en
el futuro debido a las tensiones que el gasto
sanitario seguirá produciendo en el futuro.
Por ello, parece fundamental replantearse
el futuro de la financiación sanitaria
dentro de un contexto más amplio de revisión,
no tanto de la estructura del modelo
de financiación autonómica, que resulta
suficientemente flexible para aceptar
diferentes posibilidades, como del grado o
porcentaje de participación en los grandes
tributos gestionados por el Estado (IRPF,
IVA, etc.), situando la participación territorializada
en torno al 50%, teniendo en
cuenta la distribución funcional de los servicios
públicos entre Estado y comunidades
autónomas. En este sentido, el camino
marcado por el nuevo Estatuto de Autonomía
de Cataluña puede ser una referencia
en el proceso de negociación multilateral
para la revisión del actual modelo de financiación
autonómica, que previsiblemente
se aparcará, dadas las restricciones electorales
en las que nos movemos, hasta la próxima
legislatura.
En definitiva, la posible reforma del
sistema de financiación autonómica (Bosch
y Durán, 2005) tendría que dirigirse, por
un lado, a potenciar la autonomía financiera
y la responsabilidad fiscal, y por otro,
a reforzar la equidad y solidaridad interterritorial.
En el primer caso, incrementado
la capacidad normativa de las CC.AA. en
los tributos cedidos, así como explorando la
posible ampliación de la cesta de impuestos
con el impuesto de sociedades o incrementando
la participación en los impuestos
parcialmente cedidos. En el segundo caso,
resulta evidente que el cumplimiento
del principio de equidad interterritorial se
tiene que hacer mediante un buen sistema
de subvenciones de nivelación que garantice
que, a igualdad de competencias, las
CC.AA. han de estar en condiciones de
prestar un nivel similar de servicios, si así
lo desean, siempre y cuando realicen un
esfuerzo fiscal similar. Ahora bien, el problema
radica en definir el grado de nivelación
y, por lo tanto, el grado de redistribución
implícito. Esta tarea no es pacífica y
requiere cierto consenso político sobre el
grado de redistribución que se considere
socialmente aceptable. Respecto al suministro
de mayores y mejores servicios, debe
apelarse al diseño de espacios fiscales
propios o al uso de su capacidad normativa
en los tributos cedidos.
2. Balanzas fiscales y financiación autonómica
El objetivo último de las denominadas
"balanzas fiscales" es el estudio de la incidencia
espacial o territorial, que centra su
atención en los individuos agrupados según
el ámbito espacial en el que residen,
y pretende estimar los cambios en el nivel
de renta o de bienestar ocasionados en tales
grupos por la actuación de los poderes
públicos; se trata, en muchos casos, de estudiar
únicamente la relación entre los impuestos
que paga cada territorio y los beneficios
que recibe; en otros casos se pretende
medir el impacto económico que las administraciones
públicas ejercen sobre los
ámbitos espaciales en estudio. En este sentido,
Barea (2006) desarrolla el marco conceptual
de las balanzas fiscales, tema que
ha sido objeto de fuertes discusiones entre
los que han dedicado su esfuerzo a este
campo de investigación. En él se abordan
de forma didáctica, pero sólida, los temas
conceptuales y objetivos de la balanzas
fiscales, el análisis crítico de las metodologías
utilizadas y la comparación de resultados
entre ellas, pudiendo comprobarse
que este tipo de estudios tienen cierta tradición
en la investigación regional desde
1960, con el primer intento, rudimentario,
de construir un estado de saldo financiero
para Barcelona por Trías Fargas.
La realización de un ejercicio de imputación
territorial de ingresos y gastos de
la totalidad de la Administración pública
tiene un significado relativo: se trata de conocer
cuál es la incidencia de la actuación
del sector público en las diferentes regiones
españolas. Este planteamiento cobra
un valor relevante cuando en nuestro país
ciertos territorios gozan de un régimen fiscal
especial. Este método de territorialización
global permite conocer cuáles son los
beneficios o las pérdidas del régimen fiscal
especial, tomando como término de comparación
regiones de similar nivel de renta
e incluidas en el régimen fiscal común.
Sin embargo, la obtención de datos de
ingresos y gastos públicos de la totalidad
de las administraciones públicas que permitieran
realizar una distribución territorial,
plenamente comparables entre todas las
comunidades autónomas españolas, exigiría
un enorme esfuerzo de homogeneización;
habría que neutralizar, además de los efectos
de asimetrías competenciales e institucionales
presentes cuando nos restringimos
a la Administración pública central, los
efectos ligados a la diferencia de regímenes
fiscales especiales. Sin embargo, estos estudios
deben abordarse si verdaderamente
nos preocupa la equidad territorial, haciendo
que cobre pleno sentido el estudio
de la incidencia regional de la actuación
de las administraciones públicas en su totalidad.
En este sentido, diferentes investigadores
y grupos de trabajo han diseñado
propuestas para normalizar la elaboración
de las balanzas fiscales (un resumen del estado
de la cuestión puede verse en Carpio
et. al., (2002); en este volumen resulta muy
interesante el trabajo de Ángel de la Fuente
(2002), que recopila de forma magistral
los problemas metodológicos y las distorsiones
políticas en la elaboración de las
balanzas fiscales a los que luego me referiré. Podemos señalar que las divergencias
metodológicas se centran en dos grandes
bloques: el primero se refiere a la delimitación
del ámbito de estudio, que obliga a
considerar una triple perspectiva: institucional-
espacial-temporal; y el segundo, a
los criterios de imputación territorial de
los distintos ingresos y gastos públicos.
Los resultados finales de los saldos fiscales
de cada comunidad van a depender de
manera directa de las decisiones e hipótesis
adoptadas al respecto, por lo que nos podemos
encontrar con múltiples balanzas
fiscales para cada comunidad.
Cuando las regiones están sujetas a un
mismo sistema fiscal, el quién y el cómo
de la actuación espacial de las administraciones
públicas dependerá fundamentalmente
de la renta media de los territorios;
los pagos de los contribuyentes dependerán
de su capacidad económica y quienes
se benefician de los gastos serán individuos
definidos en función de su nivel de
renta. A nadie es ajeno que tanta actividad
académica en un campo tan especifico de
la economía pública, que además presenta
problemas metodológicos y de obtención
de información tremendos, y en el que
es mínima la utilización de técnicas y modelos
estadísticos refinados, tan valorados
en nuestros "currículos académicos", está
poniendo de manifiesto que el interés por
el tema del cálculo de los saldos fiscales entre
la Administración Central y las CC.AA.
trasciende el ámbito académico (Uriel,
2003).

No desvelamos ningún secreto al afirmar
que, al menos en un principio, una
gran parte de las estimaciones de las balanzas
fiscales regionales han sido la manifestación
técnica de un debate continuado
de carácter político sobre los criterios que
han de regir la distribución territorial de los
costes y beneficios de la actuación pública
central; los resultados de estas investigaciones
se han utilizado para documentar
agravios comparativos y para proporcionar
argumentos con los que apoyar determinadas
exigencias territoriales basadas en
una determinada concepción de la equidad
espacial, o más bien de la equidad interregional
(v.g., López Casasnovas y Martínez,
2000).
Desde nuestro punto de vista, no resulta
razonable evaluar el conjunto de las actuaciones
del sector público central en términos
de su incidencia territorial, ya que no
es posible plantearse el tema de la equidad
espacial en función de si una región
recibe más de lo que paga, sino que es un
problema más amplio que, en su mayor
parte, debe abordarse en el ámbito de los
individuos; son los ciudadanos los que pagan
impuestos, perciben prestaciones y se benefician
de los bienes y servicios públicos, porque
son sus características personales y económicas
las que resultan relevantes a la
hora de discutir sobre la justicia del reparto.
Es evidente que, si se acepta el principio
de igualdad de derechos y deberes entre
todos los españoles, así como la existencia
de políticas públicas con objetivos
redistributivos, debe admitirse que se transfieran
recursos de los ciudadanos más prósperos
a los más necesitados, con independencia
de su lugar de residencia; lo que
nos lleva a no reducir la actuación del sector
público, sea central autonómico o local,
a sus implicaciones espaciales, sin perjuicio
de que en situaciones de flagrante inequidad
interterritorial se pueda articular
mecanismos de corrección.